“Todos los navíos que habían traspasado ese límite se habían perdido con toda su tripulación, sin que regresase un solo hombre con vida y sin tener jamás noticias de ellos”. Suele suceder cuando el tiempo pasa y por ello en ocasiones percibimos un temblor de fantasma por el lienzo nocturno del mar.
«Hacia el poniente, del lado que mira sobre el mar, mi casa enfrenta al castillo, que ha devenido en fortaleza ruinosa destinada a osario y que otrora fue hábil avizora de las amenazas de su época; pero hay entre ambos un espacio de muchos centenares de metros en línea recta, sobre numerosas caletas, desde donde todas las noches parten barcas de pescadores con sus luces encendidas». Pero eso fue hace mucho tiempo, tanto que ni los ya tan jóvenes recuerdan que eso fuese así. Pero hubo un tiempo; aquel tiempo en que los navíos no se habían perdido y… .
El horizonte nocturno del mar es un manto negro dividido en dos por una franja del reflejo de la luna; un camino mágico y tililante que avanza hacia la playa haciendo más intenso el brillo dibujado por esa estela cuyo reflejo tiembla confundiéndose con la blancura pálida del rompeolas. Desde la oscuridad, a ambos lados de esa cinta destellada, proceden las voces que, a veces en sordina pero otras intensas, avivan movimiento a la oquedad negra: es la industria de la mar en su trasiego nocturno de traiñas; y sus voces, gritos ancestrales, son el aviso tradicional de los marineros en el avistamiento del probable banco de peces. Así eran las noches, o lo son en el recuerdo lejos de la hoy toxicidad de luminiscencia de paseos y costanillas en riberas que quieren ser siempre verano.
Aquella oscuridad venía de un tiempo sucesor de otro que a su vez se adentraba en la tradición de generaciones de pescadores que cada madrugada faenaban y se afanaban en las redes con frías humedades en invierno o la sofocante calma del verano. Mientras tanto, el no saber si aquellas noches en vela tendrían su beneficio o si al final el arribar a tierra vendría más vacío que el cesto de esparto cuyo interior contenía una cacerola con la manduca nocturna y algún pedazo de pan envuelto en paño remendado para migar con achicoria.
Con el resplandor de la celestía, desde tierra los oteadores ya advertían si la noche de faena había sido buena según cabeceaba o se escoraba la embarcación en su vuelta: «El Santa María viene cargao y el Chispa seco». En el primer caso los compradores iban esperando que el bote cabecero fuese descargando las cajas para ver si eran pijotas, sardinas, boquerones, melvas o jureles. Luego venía la puja de la mercancía y más tarde las partes a repartir según la jerarquía de cada uno de los marengos que se acompañaba de algún puñado de pescado para llevar a la casa.
Más tarde se procederá al remiendo de la red: las piezas extendidas como extensas mallas de ocre quemado sobre la playa que pacientemente los pescadores se afanaban en ir cosiendo con gruesa agujas o añadiendo piezas nuevas a la zona de faja que de nombre hilacho se desgarra del arte (nombre dado a la pieza de red). Mientras, el aire va impregnado de brea para el calafateado y salitre; aroma de una industria tradicional que cruza la historia desde la colonización púnica, y según nos cuenta el bibliotecario municipal, Javier Sánchez Contreras: «Desde el comienzo de la historia los textos muestran que la pesca en Almuñécar alcanzó niveles de desarrollo sorprendentes».
Entrando en entresijos de la Historia especifica Sánchez Contreras, que «fue la colonización púnica la que permitió que los fenicios introdujeran las primeras técnicas practicadas en el Mediterráneo como la almadraba o la industria del salado y el secado para la fabricación del garum». Pero es durante la época romana cuando la actividad comercial de la pesca se intensifica para decrecer tras la caída del Imperio Romano hasta recuperarse en cierta manera en la época islámica».
Importancia que vuelve a decaer en la época moderna, ya que según argumenta Sánchez: «La pesca se reduce a las necesidades del consumo interior y al comercio con la ciudad de Granada. En esta costa, en constante amenaza pirática, la pesca siguió ceñida a las ciudades amuralladas, a los caladeros locales y a las artes y aparejos de playa». De hecho hay constancia que tanto Almuñécar y Jate eran lugares de construcción y amarres de barcos.
Pero es a mediado de los años sesenta cuando el declive de sector empieza a mostrar su desgaste final y, acaso debido a ese puerto pesquero que nunca se hizo, se empieza a dar al traste con la economía del sector, unido a que la flota artesanal existente, en los años cincuenta y principio de los sesenta, va envejeciendo y el auge del turismo supone el desarrollo de la construcción y el sector servicio con una mejor remuneración de los salarios.
Entonces, el pueblo mira al mar de otra manera y ya la «carná» es otra y el «palangre» tiene ramales de grúas con anzuelos de cemento. La nasa o el salabardo se convierten en singulares objetos de decoración y los parales, el sebo o el torno pierden el sentido de eficacia de propio artilugio artesanal del marengo.
Todo aquello hoy es nada, como nada son aquellas noches, aunque en el conticinio de alguna madrugada de esta pandemia y sus confinamientos pareciera que tiente el aire un vuelo de fantasma, dando a su paso cierto temblor al lienzo de azul casi negro del horizonte, y por un momento se han oído voces,se han visto luces de barcos allá por el poniente de la isla, en aquella oscuridad donde naufraga todo sin que regresase un solo hombre con vida y sin tener jamás noticias de ellos.
Fragmento de “Temblor de fantasma”