A pie de foto / Encuentro fatal / Javier Celorrio

Contaba la señora Agatha Christie, en su autobiografía victoriana, que no podemos volver al lugar que existe en la memoria, ya que no se vería con los mismos ojos: «No vuelvas nunca al lugar donde hayas sido feliz. Mientras no lo hagas, seguirá vivo en ti. Si vuelves, se detruirá». Ocurre igual en el reencuentro con quien no veíamos desde hace años, quita la magia que durante su ausencia animó el recuerdo.

Algo así me ocurría hace unos días. Tras veinte años de no ver a un amigo que el tiempo había convertido en entrañable ya olvidada las aristas afiladas, las hubo, que desangraron la relación, éste aparecía de improviso imponiendo su nueva biografía a la que yo no pertenecía.

En nuestro encuentro, una vez dichas todas las formulas propias a la cortesía, escudo protector ante cualquier perfidia en la despensa, y escudriñarnos en el rostro las cicatrices dejadas en la superficie por los años pasados, percibí que aquella historia estaba viviendo su funeral definitivo. Ni aquellas experiencias vividas por ambos, a las que él aludía, me pertenecían o, a lo peor, venían desnudas de los ropajes con los que yo las había vestido, ni tampoco me hacían sentir cualquier tipo de emoción relativa a la nostalgia. Aquel amigo del tipo entrañable en el pasado, era al presente un cretino que estaba suicidando sin la menor consideración al que fue o yo recordaba.

Creo que a él le produjo alegría el verme e incluso, desde su existencia actual, familiar y aburrida (dijo vida normal en varias ocasiones como si la nuestra hubiese sido de psiquiátrico) le habría gustado alguna complicidad o acaso una añoranza por mi parte de nuestra época de entonces. Su flirteo, la utilización de códigos sólo inteligibles en nuestra comunión de entonces ajenos al entendimiento de su acompañante de ahora y cierta insinuación de reparar distancias renovando lazos, me lo hizo patente. No obstante, lo que él pensaba ungüento reparador, para mi era una termita que iba devorando nuestra memoria hasta el despojo absoluto de cualquier atisbo de los sublimados días vividos juntos.

Desconozco que le habrá contado a su actual pareja de mi, pero sí sentí algo de pena por ella o, acaso, la congoja era por mi mismo que veía desmoronarse un bastión placentero en los territorios de la añoranza sin la menor oportunidad de ser ruina con empaque y sí escombro reducido a polvo por efectos de un bombardeo.

No podemos eludir que nuestras vivencias nos van transformando e hilando otro yo de donde surgirá una nueva crisálida. «La naturaleza forma al hombre y el hombre se transforma», subrayé una vez en un libro de Calasso. Pero también en esa formación creemos converger con alguien al albur de las circunstancias, cuando realmente la divergencia era el camino señalado tal como nos revelaría el destino. La ribera y el cauce mantienen el río, pero es el agua el que les da sentido y ya dijo el de Éfeso aquello de que nadie puede bañarse en la misma agua.

Ese desconocido, tras horas que parecieron días, se despidió dejando abierta las puertas a futuras citas. No obstante, el mar, que creímos de todos los veranos, no era el mismo y negaba cualquier posibilidad a seguir pensando el pasado en condicional o acaso la más mínima oportunidad de encontrar cualquier pecio tras el naufragio. Su marcha dejó un escenario desolado, como para personajes chejovianos que no encontrarán más su jardín de los cerezos porque nunca hubo jardín, «ni la desavenencia tuvo terreno donde entenderse o chocar».

 

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