A pie de foto / Frágil memoria / Javier Celorrio

La memoria es la facultad menos fiable de todas cuantas se dicen humanas. Por ello hay que admitir que ella, y mucho menos la escrita, sea autorizada. El ejemplo más flagrante está en los recuerdos dolorosos. Se dice que es el tiempo y sus bálsamos quienes los edulcoran: engañosa verdad bañada de lexatín. Pero lo cierto, es que no recordamos la exacta dimensión del desgarro que en su momento nos provocó cierta circunstancia hasta que en ocasiones estalla si la herida no quedo bien cerrada.

Tampoco los mejores recuerdos obtienen óptimos resultados. Hay quien se pasa años buscando en otros cuerpos aquel olor de quien una vez deslumbrara su sentimentalidad amatoria. El resultado: una desastrosa biografía sentimental que nunca encontró fragancia en el país de nunca jamás. Eso tiene leer a Proust a temprana edad, actividad que no recomiendo si hay algún adolescente novelero que intente tamaña aventura. De cualquier manera, dudo exista lectorcillo tan voraz al presente.

La añoranza, es el primer maquillaje en materia de carmín que ponemos a la palabra; es un rouge algunas veces intenso, exagerado, que otras veces se hace acuarela o pastel. En ambos casos, en su exceso o parquedad, no levantarían el deseo de ser oídas y mucho menos de ser bocas receptoras de besos. Detesto la añoranza en las memorias por plañideras, al reclamar conmiseración al lector, al igual que los egos desmedidos.

Entre lo que olvidamos, y lo que no queremos recordar o contar en el lodazal de nuestra autobiografía en sellada cloaca íntima, hilvanamos memorias de photoshop que de no ser así resultarían de photoSHOCK y por tanto no autorizadas. No ocurre lo mismo con el orfebre Benvenuto Cellini y la narración que hizo el propio de su vida, un Genet del Renacimiento.
La primera desautorización, pero gloriosa mentira de las memorias o las biografías se inició con el primer biopic de la historia de la literatura: la Odisea. ¿Qué se nos cuenta de Ulises?, el viaje de vuelta de un farsante que no quiere volver de su aventura porque en ella está la sustancia de su vida. Todo regreso es un final del viaje.

El nomadismo es aventura y tránsito, mientras que el sedentarismo es esperar, cual mojón, ver pasar al caminante. Nada más aburrido en el Quijote, otro biopic, cuando al de la Triste Figura lo encapsulan en su heredad del Toboso: ya nada que inventar ni hacer. En ambos personajes, su biografía se basa en inventar el viaje y es ahí donde radica su fascinación. En el de Ítaca resistiéndose a los monstruos que jalonan su viaje (tan extraordinarios que habría que ver en realidad como eran), en el de La Mancha sublimando la mediocridad (que Cervantes a diferencia de Homero sí hace patente) con grandiosas aventuras. La vuelta, tanto a la isla griega como a la meseta castellana son páramos limitados y previsibles que compondrían unas memorias nada luminosas y donde para colmo les espera un entorno familiar poco apetecible como puede ser una esposa timorata e hiladora llamada Penélope, un hijo algo desquiciado de nombre Telémaco con inercia de hereu o una sobrina ajada y una criada metomentodo en registro de Bernarda Alba. Lo peor de ambas historias es que con la vuelta se acaba el argumento y las memorias de ambos personajes amenazan en convertirse en autorizadas. Los autores entonces cortan, ya que contar más sería descubrir que un héroe en reposo deja mucho que desear.

Lo bueno de unas memorias no permitidas es que lo previsible se vuelve imprevisible. En ellas sabemos que hay maquillaje, pero este es perfecto, “E se non è vero, è ben trovato” dicen los italianos. Prefiero una buena historia inventada con visos de realidad, que las que parecen el acta notarial de una vida. Pero lo que riza el rizo de inventar la invención que es nuestra memoria, es que también los autores son meros ejecutores de lo que dicen otros y tenemos que Homero es Palas Athenea y Cervantes escribe convertido en Cide Hamete Benengeli.

Mis biografías preferidas son las de Stefan Sweig y Emil Ludwig También el Napoleón de Stendhal. Hay sentimientos en los tres autores. Y palimsesto en la narración, otra cualidad a tener en cuenta en toda buena biografía no autorizada.
Quiero destacar un libro que marcó mi aprendizaje estético en la mocedad como fue el deslumbrante Terenci de “Onades sobre una roca deserta”, el viaje inicíatico de Oliveri Serra y Codolar por la Europa de los sesenta y que su autor inventó viajando por el Espasa.

Ahora leo mucho a Mauricio Wiesenthal, brillante en su prosa y voraz viajero y lector por las memorias de ciudades y personajes.

 

 

 

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