«La realidad depende de detalles muy pequeños», dice el científico y ensayista británico Richard Dawkins, «Sabemos que todos los mamíferos vienen de un individuo que existía en la época de los dinosaurios. Si ese pequeño mamífero hubiera muerto antes de reproducirse, quizás también estarían aquí los mamíferos pero serían completamente distintos. Quizás ese mamífero sobrevivió por un estornudo del dinosaurio. Respecto al ejemplo de Hitler, cada uno de nosotros cobramos existencia porque uno entre muchos millones de espermatozoides fertilizó el óvulo. El movimiento más ligero mientras sus abuelos estaban copulando, que un perro ladrara y perdieran la concentración o se movieran, haría que el resultado hubiera sido otro. De ahí que diga que con un estornudo años antes no habría habido guerra». También el escritor Sainte-Beuwe sostenía que la historia hubiera cambiado por completo si una bala hubiera matado a Napoleón.
¿Para que usted lea esto y que primero yo lo escriba, de cuántos azares dependemos? ¿Quién nos dice que el lector por estar leyendo mi texto no se esté perdiendo otra circunstancia que cambie radicalmente su vida y que debido a distraer su tiempo en la lectura pasará de largo sin afectar en nada su futuro para bien o mal? Las preguntas nos lanza al abismo y no encontramos disolución a este nudo enigmático compuesto por el curso de las coincidencias, magníficamente bien expuesto por Scott Fitzgerald en el relato corto «El extraño caso de Benjamin Button» donde se cuenta como la protagonista es atropellada en una calle de París y qué circunstancias se van produciendo hasta el fatal accidente que evidentemente le cambiará la vida e influirá en otras vidas cruzadas. Un segundo es suficiente para que coincidamos en la realidad de que nuestro presente sea el que es y no otro.
Alguien comparaba esa complicada urdimbre con una mesa de billar, admirado ante el vértigo que supone tomar consciencia de como la vida de cualquiera es una bola que toma una u otra dirección tras chocar con otras.
Se dirá que una vida muy dinámica está más expuesta a situaciones de amplia movilidad que otra ascética y ermitaña alejada del mundo y con menos posibilidades de ser permanente moneda de cambio, pero siempre es la excepcionalidad lo que hace de un momento ser decisivo y potente de cambiar la perspectiva. Los grandes descubrimientos y hasta los pequeños, en cualquier orden, muchos de ellos son productos de una casualidad, de una observación que finalizó por ser clave para la humanidad y que desbarató con toda su simpleza la grandilocuencia de las grandes gestualidades. Nos cuenta la Biblia que David venció al gigante Goliat con el arma rudimentaria de una honda y que la observación de la osamenta de la mandíbula de una serpiente fue la causante de que Talos descubriera la herramienta de la sierra al convertirla en hierro, según la mitología griega.
En estos tiempos de banalidad, luego se les llama de transición en la Historia, vivimos de espaldas a lo esencial; inmersos de nuevo en las grandes proclamas de los que se creen ombligos del mundo y cuya oleada olvida las huellas que los naufragios han ido dejando en la playa. Se publicita el individualismo que resulta un fake dictado por la marca totalitaria, pero el vacío está presente y esa oquedad ante la bifurcación de caminos, ese detalle pequeño que hace trizas lo pensado de eternidad, nos puede llevar al miedo o a tener confianza en el propio vacío y dejarnos conducir a la iluminación: esa pequeña oportunidad latente hasta en el más oscuro pesimismo.
Nadie mejor que don Antonio describió esa capacidad de elección y aventura esencialmente humana:
Erase de un marinero
que hizo un jardín junto al mar,
y se metió a jardinero.
Estaba el jardín en flor, y el marinero se fue,
por esos mares de Dios. ( A Machado)
El azar y lo electivo en perfecta conjunción.