A pie de foto / Las obras / Javier Celorrio

Si en su edificio se inicia una obra, no dude que al poco tiempo su comunidad se convertirá en pura reformas. El efecto es mimético: un vecino se mete en reformar el baño, la cocina o el pasillo y el efecto boomerang es inmediato.

Aunque los golpes, según se mire, tienen su aquel positivo, puesto que los mismos de ocho de la mañana a seis de la tarde, si estás en paro o en el llamado «laboral no presencial», son recordatorio de la maquinaria industrial de toda laboriosidad y orden.

Personalmente, cuando oigo dos martillazos, a temprana hora, temo varios meses del sonido de herramientas destinadas a derrumbar paredes, suelos y otros elementos condenados al deshecho. Desde ese momento, los ascensores se convierten en carretillas para transportar escombros, sacos de cemento, ladrillos y en el encuentro de dos vecinos el tema de conversación es la obra, con uno a favor, siempre el iniciador de la próxima, y el otro de insidia manifiesta parecida en intención a aquel cuplé que pregonaba lo de «Dónde se mete la chica del 17, de dónde saca pá tanto como destaca». La eterna pugna entre españoles.

Ocurre lo mismo con los pueblos. Si al alcalde de turno le da por abrir una calle y llenarla de zanjas con el pretexto del arreglo de algún entresijo interno en las venas urbana, prepararos para olvidar transitar por esa arteria durante meses y eso si al ego de el de turno no le dé por embellecer el entorno a mayor gloria de su mandato reducido a la placa conmemorativa, donde consta en letras de molde el nombre del edil, como si plantar una palmera y poner dos bancos se tratase de acontecimiento a recordar por futuras generaciones. Obvio, que el sustituto en el cargo reabrirá la zanja, ampliará la rotonda y sustituirá la placa.

– «Las obras tienen eso, nunca acaban».
Dice una vecina con lucidez de ser decana en el edificio.
– «Antes cambiaban la decoración según la moda y ahora cada nuevo propietario recién venido no modifica la fachada porque no le dejan», argumenta el axioma.

Un amigo, reflexionando sobre el tema, apunta que en algunos casos el motivo de una obra, cuando compras una casa habitada con anterioridad, tiene un factor esotérico. Y más cuando el inmueble se encuentra en un edificio antiguo: «Hay que evitar la energía negativa concentrada en ese espacio: no es bastante con limpiarla, se debe remodelar por si acaso». O sea, puede tener un expediente Warren entre sus paredes y entre sueño y sueño aparecerte el espectro de una monja ensangrentada o un viejo que por la noche pasea el pasillo de camino al baño, pues murió de próstata. Lo peor, pienso, es gastarte un pastón en tanto cambio y que el alma en suplicio del viejales se siga quedando aprisionada en la distribución de antes (tres dormitorios, cocina, baño y terraza) convertida en loft hoy, y tal que vaca sin cencerro la presencia adquiera oficio de postergeit poniendo el minimalismo conceptual de su decoración en puesta en escena de la Fura del Baus, cuando éstos eran Fura. Y sus razones tiene el martinico en tan desatada violencia, pues no es de recibo para alma en pena que de la noche a la mañana se le hurte la geografía del espacio al que estaba acostumbrado y mucho menos cuando la imperiosa necesidad de mear es acuciante. Se sabe que los espíritus van muy a lo suyo y que en su atemporalidad no atienden ni a cambios ni monsergas. Al caso, la muerta que yo veía de niño en el paseo de mi pueblo ignoraba al presente que aquella alameda de su tiempo se hubiese hogaño convertida en una parrilla Ikea; ausente la frondosidad de los plátanos centenarios sustituidos por palmeras enanas o anoréxicas, y los bancos con factura de jardín romántico de cuando entonces fuesen ahora lápida de mausoleo.

Pero otro fastidio provocado por las obras es que, por su estacionalidad,  las épocas permitidas para hacerlas son aquellas en las que podemos reconciliarnos con el silencio tras los tráfagos de la canícula turística y el ruidometro insiste en ser protagonista medioambiental de nuestra neurosis.

Ahí lo dejo.

 

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