En una noche de farra de finales de los setenta, saliendo de un antro de madrugada alguien nos invitó a su casa para recibir el amanecer. Era en una buhardilla de un edificio aristocrático por el Madrid de los Austria cercano al Palacio Real. Tantos éramos, que lo que pesamos iba a ser el camarote de los hermanos Marx era un espléndido ático resuelto en interiorismo de loft mediante la unión de todas las zonas abuhardilladas del inmueble. La decoración se ajustaba al concepto minimalista, con muchos muebles de diseño de alta factura italiana y cuadros de la mejor vanguardia del momento. No obstante, lo que llamó mi atención fue la biblioteca de la casa, que era pródiga en títulos pero como se verá inexistentes, y la peculiaridad de que todas las obras encuadernadas en piel (calculando más de mil), combinando tomos en negro con rojos, en el lomo sólo aparecía un número sin atisbo alguno de título. Ante tanta racionalidad y elegancia en cuanto a la decoración por el anfitrión, extrañaba que la librería y sus volúmenes fuese una argucia decorativa. Efectivamente no lo era, y en cada tomo habitaba una obra y todas las que abrí, con coctelería de olor a tinta, papel y humedad de tiempo, de la mejor literatura, eso sí, en francés e ingles la mayoría de las que consulté y en ediciones, muchas de ellas del siglo XIX y otras como el Cuarteto de Durrell de avanzado el XX.
Tras tantos años, de aquella noche, recuerdo la sensación de abismo ante el vacío que me provocó, pese ya digo a su apabullante elegancia, la disposición numérica de aquellos libros revestidos de anonimato; la extrañeza que incomodaba la falta de brújula que guiara la búsqueda de un autor o título concreto y sobre todo la cosificación de toda aquella genialidad reducida a fría cifra como único marbete, en cierto modo sarcástico, de identificación.
No recuerdo cómo acabo la noche, acaso tampoco fuese gloriosa como no lo es la costumbre, ni tan siquiera le pongo cara al anfitrión; pues no lo volví a ver más en aquel arrebato que entonces era la saturnalia de Madrid, y mucho menos regresé a esa casa; pero sí ese malestar producido ante aquel reduccionismo de la vida, en este caso de la obra literaria a número. Con el tiempo he intentado buscar alguna explicación o coartada al vacío de remite en aquellos tomos, desde el azar en lo electivo hasta jugar con el factor sorpresa al momento de emprender una lectura en lector algo enrevesado o ¿era un esnobismo que contaba para identificarlos con un archivo esclarecedor, sólo abierto al propietario, a aquel damero en rojo y negro que podría ser homenaje a la obra de Stendhal? En cualquier caso, el capricho arbitrario o no, la rareza exquisita o sofisticada o idiota de su propietario.
Pero todo esto viene a cuento de que en estos días, estos meses, este año huérfanos de cualquier brújula que nos indique salida o camino de la misma, el recuerdo de esa biblioteca singular ha vuelto y con ella la sensación de inanidad en el sentido de ser cifra en la hilera de expedientes de una administración reducida a listado de sanos, enfermos, muertos escritos en la pantalla sobre la luz aséptica de los ordenadores. La única veracidad de esta situación es que somos el porcentaje de una contabilidad en un programa de ordenador, un objeto más en el decorado de aquella librería como lomo sin nombre que recuerda el tatuaje infamante en la piel de aquellas víctimas de los campos de esclavos o, más reciente, en aquellas naves de carne humana de los totalitarismos del siglo pasado. Somos gleba renacida.
Imaginen una librería con el lomo de sus tomos sin cualquier descripción y sentirán el sabor de la nada y, si miramos para adentro, un relato desasosegante como atmósfera de las novelas de Patricia Highsmith a quien ahora releo en estas nocturnidades que nada tienen de aquellas otras de las cuevas y palacios a los que fui.