A pie de página / Los pasajeros del domingo / Javier Celorrio

 

Vienen en un día y se van en el mismo como viajeros de un vehículo llamado Domingo. Son la travesura de la semana para la ruralía rompiendo el tranquilo y rutinario acaecer de sus calles empedradas, las playas vacías, los recónditos rincones solitarios convertidos por industrias varias en tipismo engrasado de marca turística, que cada vez unifica más los sitios y revierte lo genuino en ecléctico en ese afán arbitrario de ediles por innovar a tontas y locas vinculado a las urnas.

Este turista ocasional no conforma parte de esa masa de los veranos y sí a la de esos días de guardar que se acercan admirando el paisaje y queriendo entender al paisanaje, pero que a la manera de la Blanche du Bois del tranvía de Tenneessen Williams, llega al barrio francés de Nueva Orleans sin saber que éste le devorará para terminar expulsándolo.

Nuestro pasajero parece sonámbulo deambulando las costanillas de ese urbanismo con decorado de siglos y de natural arquitectura de supervivencia, pero actualísimos ambos para quien los habita en la vaciada semana y que carece de cualquier sentido para el visitante accidental quien busca productos y personajes típicos entrevistos en folletos y reportajes que ilustran la mercadería del lugar. Bastante tiene ya el nativo con el lumiere nocturno que en casos convierte la monumentalidad en plató Disney.

En un lugar hay dos espacios, el del nativo y el del foráneo y ambos sin cualquier coincidencia en su manera de vivir. Y aunque el primero suele ser buen anfitrión es el segundo el elefante de la cacharrería. Y es que no es lo mismo hacer la vida que visitarla en opción vicaria. Pasa con los libros de viaje: el autor nos cuenta sus vivencias de cuando fue residente y particular sensación de lo vivido siempre bajo el prisma de sus preferencias y afinidades, cuando llegamos al lugar puede que nos defraude o nos fascine como lo hace una película con respecto al texto que la inspiró o viceversa. La singularidad del pasajero de domingo es que esa dualidad posible ni se la plantea, pues que algunos sitios se visitan por pura movilidad, sin cualquier atisbo de reflexionar sobre la novedad que supone el escenario, de ahí la cualidad de sonámbulo que sostiene el pasaje dominguero. Su objetivo, es hacer kilómetros para huir de la cotidianidad del propio eco urbano, pero ese hábitat distinto le desconcierta y, en el hallazgo de la soledad, pronto empieza a abrumarle el aburrimiento. Y de ahí, que tras la comida, teñida de folclore gastronómico, se imponga la vuelta al redil de atascos y bocinas, al trajín de las calles bulliciosas festoneadas de las imágenes obsesivas de la mercadería: hay poco más que ver en este entorno bucólico que a la mediocridad almidonada no dice nada en temporada baja. Ellos van del brilli colorín al bulle ruidoso.

Hay una reflexión de Unamuno sobre este ruralón perfectamente accidental e ilustra mejor lo que quiero decir: » Y para esto, para gozar de ese aburrimiento precursor de nuevos y extraños estados de conciencia, no salgan al campo con escopeta y perro, pues es cosa probada que el que necesita de la caza para ir de campo es porque el campo mismo no le gusta, diga él lo que quiera».

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