La barra de un bar. Final de verano: septiembre ya avanzado donde van quedando pocos veraneantes. Dos hombres, ya entrados en la sesentena, están hablando de sus vidas. De lo que hicieron o no hicieron o de lo que les hubiese gustado hacer e hicieron o no dejaron de hacer por circunstancias. La gestualidad de ambos responde a la de homosexuales de impronta contenida de la que se vislumbra una existencia que durante mucho tiempo ha debido mantener su sexualidad disimulada. Hay tristeza en sus rostros, esa que arrastra muchos silencios, deseos mudos, dolor lacerante y renuncia. Por su conversación, ambos se fueron de su pueblo, quizá este, hace tiempo buscando ser libres o al menos expresar su sentimientos y gustos sin las coordenadas del que dirá la homofobia rampante. Hicieron sus vidas en ciudades grandes, pero incluso ahí mantuvieron la mascara de la normativa, apocaron el gesto de cierta femineidad y rehuyeron cualquier expresión descarada que pudiera provocar la risa o el rechazo en sus nuevos entornos. O simplemente miedo a los abismos.
En la conversación, uno de ellos se arrepiente de haberse ido del pueblo. Tiene una sensación de haber perdido el hilo de su juventud. Al correr del tiempo -dice- se ha percatado que tampoco hacia falta tanta ocultación y a cambio cada vez que volvía a su tierra está le parecía más extraña, con más paisajes humanos desconocidos y especialmente la familia de la que los padres ya habían desaparecido. ¿Los amigos y amigas de entonces? No había vínculo que les uniera y se reducían a recuerdos de niñez, alguno de juventud o escuetos y fríos saludos de cortesía. ¿En la ciudad?, siempre estuvo tocado por la añoranza.
El otro se ha forjado en la conformidad, el orden, las reglas como narrativa de señorita soltera consecuente con su estatus y sus años, recatado, comedido, silencioso, monacal en aceptar su tormento y meticuloso en el planchado del atuendo nada sospechoso de cualquier heterodoxia. Así, dice a su compañero de barra que, pese a todo (¿a los silencios?), es feliz y pasa a contarle la metódica vida en su reloj biológico. En la conformidad no hay nada que reseñar.
De repente, un perfume rancio parece envolverlos con aspecto de señoras ajadas, espectrales, antiguas; turbias en la polvareda acumulada al sacudir una alfombra de una estancia cerrada en lustros, décadas, siglos y que son memoria de la juventud que fueron y que han encarnado al presente en una suerte de estrafalarias presencias que brotan hacia fuera, pese al pesado fuselaje con el que armaron su existencia. Una vez desarmados, son dos híbridos contándose como lindezas el desastre. Y ahora sí, en caída libre al abismo.
J Celorrio