Bajo la tormenta / José María Sánchez Romera

Escribir siempre es un acto inconcluso, mucho más si es referido a una suma de acontecimientos que se van acumulando y cuyo orden solo está en la sucesión que el tiempo les impone, pero no en sus características. Las teorías no suelen servir en las ciencias sociales para adivinar el futuro, pero la llegada de una época convulsa puede percibirse. Cuando se desató, no la pandemia, sino la reacción de los gobernantes ante la misma en forma de control total apelando a criterios supuestamente científicos era previsible, que, siguiendo ese método, para entonces y en adelante para todo, se produjeran efectos muy adversos. Tales criterios pudieran estar justificados en el caso de las medidas sanitarias hasta donde pudieran alcanzar dentro de sus propias limitaciones, que también las tienen, pero la metodología de las ciencias físicas, aplicada a los procesos sociales, carecen de la previsibilidad en los resultados que se espera de aquellas y de hecho suelen ser desastrosos, aunque eso jamás disuade a sus defensores. En definitiva, se vio avanzar la ola intervencionista con aspiraciones de totalidad y permanencia de forma relativamente fácil de advertir. La justificación se encontró en la crisis sanitaria, legitimándose en función de una necesidad social de protección por parte del estado que necesariamente implicaba sacrificar libertades en aras de la seguridad. Todos los procesos espontáneos quedaban sometidos al control ejercido desde el poder político. El intervencionismo quiso colarse por la chimenea.

En España desde aquellas fechas la vida discurrió entre una ética preconcebida y la planificación centralizada. Desde el poder casi absoluto de un Gobierno que legislaba por decreto respaldado por la declaración del estado de alarma, los ciudadanos vieron sus derechos severamente limitados y el ejercicio más elemental de los mismos sometido a continuos escrutinios. Tal era la presión que se ejercía en esa época que incluso personas que circulaban por las calles sufrían recriminaciones e insultos de otras, que ignoraban el motivo del desplazamiento, y eran incluso presentados por algunos medios de comunicación como ejemplos de buena ciudadanía. Todo se había vuelto desmesurado por el desarme del control democrático del poder y de la influencia que éste proyectaba con sus mensajes sobre la población. Nuestro Tribunal Constitucional tan escasamente desafiante a la razón de Estado ha tenido por dos veces que dictaminar la ilegalidad de aquellos estados de alarma a la vista de las medidas que a su amparo se adoptaron, siendo quizás una de las más graves la que afectó a la actividad parlamentaria. Como las sentencias del Tribunal Constitucional suelen llegar tras la consumación del hecho y sin efectos retroactivos, sus consecuencias se han reducido a lo estrictamente político y como en España las responsabilidades de ese orden rara vez se asumen, los baquetazos del órgano de garantías se dan cuando ya no hay mano que los reciba.

Pero el intervencionismo siempre sube la apuesta. Si no hay una catástrofe que justifique la aplicación de su filosofía, la busca. Lo mismo que en los regímenes policiacos se detiene a los sospechosos habituales, para justificar la intervención del Gobierno se recurre a los villanos favoritos. Empresas, viviendas, capitalistas, neoliberales, bajos salarios, altos precios, conflictos sociales, imaginarios o exacerbados, todo sirve de munición, que muchas veces se piensa que es de fogueo para la agitación política, pero que deberían manejarse con cuidado porque en determinadas ocasiones toda prudencia es poca (que se lo digan si no al Sr. Baldwin).

En la intervención pública hay además poca humildad ante la necesidad del conocimiento. Unas pocas personas por mucho poder y mucha información que manejen, nunca dispondrán de toda la información, ni siquiera de una pequeña parte de ella. Pensar que la mera redacción de normas llenas de supuestos conlleva la solución a los problemas sociales que recogen solo puede explicarse por soberbia o ignorancia. Como señaló el profesor Hayek en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Economía en 1.974, los problemas sociales no se resuelven como si solo necesitáramos seguir algunas recetas de cocina. El otro día la Ministra de España responsable de la llamada Agenda Urbana, entre otros encargos de su organismo, calificó de histórica una ley de vivienda que ni se ha aprobado ni se ha aplicado. Cuando Napoleón contempló las pirámides de Egipto se sintió pequeño ante la historia que atesoraban aquellas construcciones, ahora hay políticos que ven pequeña a la historia frente a ellos. Una mínima parte del progreso de la humanidad se ha debido al poder de los gobiernos, desde luego todas las guerras y conflictos a ellos, el resto de cuanto han supuesto avances sociales han tenido como causa la creatividad y el esfuerzo de los individuos colaborando voluntariamente entre ellos. La excesiva intromisión del poder suele distorsionar el valor y el resultado de esa cooperación. En la espontaneidad, pese a lo que digan los constructivistas, hay orden.

Todos los problemas que tenemos planteados en la actualidad, muy especialmente los económicos, tienen su origen en las intervenciones gubernamentales y no es solo un problema de España por supuesto. Vemos, por ejemplo, cómo se disparan los costes de la electricidad por los impuestos con cargo a la sociedad que se han ido aplicando sucesivamente en la búsqueda de “El Dorado” de las energías no contaminantes. La actuación de los poderes públicos sobre los mercados de la generación y distribución de electricidad han distorsionados los precios de las materias primas hasta elevar a cotas inasumibles las tarifas para usuarios y empresas. Es muy llamativo que el intervencionismo encuentre su justificación última en una rápida actuación porque ciertos problemas sociales no pueden esperar por comprometer necesidades vitales básicas. Sin embargo las previsiones más catastrofistas para el medio ambiente que se proyectan a decenas de años vista provocan actuaciones con la misma premura. Es evidente que una transición progresiva que fuera aplicando progresivamente los costes y aprovechara a la vez los avances tecnológicos que sin duda se irán produciendo en este campo, aliviaría de forma sensible la escalada de precios, desahogando a los consumidores y liberando recursos de la economía que ahora absorben los costes energéticos. Parece pues que la cuestión tiene que ver más con intervenir por principio que por actuar sobre problemas inaplazables.

Es fácil darse cuenta que en medio de una tormenta no son los mejores tiempos para convencer a mucha gente que salga del modesto cobijo que se le otorga. Pero como dijo alguien acostumbrado a vivir la mayor parte de su vida en medio del temporal: nunca hay que rendirse.

José María Sánchez Romera

 

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