Cualquier fecha es adecuada para un balance siempre y cuando el referente de inicio del examen sea un hito relevante con el que otro dé conclusión a lo que el primero significó. De manera consuetudinaria, conforme a nuestra convención cronológica asociada a los ritos cristianos, se elige el fin de año sin especial atención a un hecho determinado para confeccionar el saldo social y político que va del 1 de enero a los últimos días del mes de diciembre. Debe decirse que en el presente año resulta de lo más artificioso este tradicional examen por cuanto aquellos idus de marzo llegaron pero aún no han acabado como escribió Plutarco refiriendo el desprecio de Julio César a los avisos del vidente que le anunció su asesinato. En plena virulencia pandémica si hemos de creer las noticias que cada día se nos sirven en formato único sea cual sea el medio audiovisual que se elija, y sin cerrar la lista de fallecidos, las secuelas económicas, las consecuencias sanitarias y todos los problemas conexos, la evaluación que se haga no alcanza ni la condición de provisional.
El Gobierno de la Nación por medio de su Presidente no declinó la costumbre de realizar un análisis de lo acaecido durante el año en clave de su acción ejecutiva que sin duda ha sido excepcional por la capacidad decisoria de la que ha gozado un gabinete de origen parlamentario merced a la situación de alarma decretada y prorrogada sucesivamente. En general gran parte de la prensa escrita y las opiniones publicadas se han mostrado muy críticos con esta comparecencia del Presidente, tanto en lo concerniente a la forma como al fondo. En cuanto a la forma por el modelo elegido de examen de gestión mediante un complaciente “tribunal” formado por una serie de profesores universitarios de distintas disciplinas designados por el propio Gobierno cuyo dictamen se hacía público mediante la aparición de datos en una pantalla de televisión que medían el grado de cumplimiento del programa gubernamental y el éxito de la gestión llevada a cabo. El fondo ya estaba anticipado en la forma, un desfile de la victoria audiovisual sin contenido autocrítico sobre el que se han lanzado toda clase de comentaristas criticando incumplimientos, promesas traicionadas y violaciones de la palabra empeñada ante los electores. Todo futilidad e intrascendencia, las más graves cuestiones que deberían haberse resaltado han quedado fuera de un aluvión de reprobaciones tan anticipado y previsible como el propio mensaje gubernamental.
La primera cuestión a rechazar en relación a las censuras vertidas contra el mensaje gubernamental es el carácter propagandístico del acto protagonizado por el Ejecutivo a través de su principal representante. La propaganda es el lubricante que engrasa la maquinaria de toda ideología intervencionista y por consiguiente criticar al socialismo por hacer propaganda es como criticar al Papa por decir Misa, es ignorar su verdadera naturaleza, su ethos. Si el socialismo renunciara a la propaganda tendría los días contados porque en su primitiva concepción está la idea de que sólo la acción pública garantiza el bienestar humano en todas sus facetas y tratándose de una representación de sí mismo tan sedicente, solo un acabado aparato para la divulgación de sus benéficas acciones le permiten sobrevivir. El socialismo cuando hace propaganda ejerce en definitiva el derecho a la legítima defensa para no desaparecer del mundo de los sistemas políticos. ¿Cómo si no podrían convencernos de la bondad de sus políticas económicas cuyos resultados se repiten con la misma regularidad con la que amanece y anochece?. Por tanto resulta un exceso exigir a lo que es que deje de serlo porque no se puede hacer cuestión de lo que de irrenunciable tiene cada ideología, so pena de que se convierta en lo que no es.
Tampoco sería criticable que el Gobierno haya cifrado en casi un 25% el cumplimiento de su programa secuenciando en función de tal razón numérica el período de cuatro años que dispone de legislatura. En ausencia de todo conocimiento previo, cabría decir que no se trata de otra cosa que de un acto de buena organización, de cautelosa previsión si se quiere, estableciendo porciones casi perfectas acompasadas a cada año de legislatura. La arrogancia de ola derecha en lo tocante a rigores contables ha quedado definitivamente superada. No obstante, las implicaciones lógicas de la fórmula elegida es patente que no han sido tenidas en cuenta a la hora de mezclar la propaganda con las matemáticas: si el Gobierno ha cumplido en este año el programa que había previsto antes de la aparición de la pandemia sin la menor incidencia en sus planteamientos iniciales, sólo puede concluirse que ya la había descontado en cuanto a sus consecuencias (lo cual resulta un caso de videncia científica absolutamente extraordinario). De seguirse el razonamiento también se hace fuerza admitir que pese a la súbita aparición de un hecho tan impactante en todos los órdenes y claramente inesperado, nada presente o futuro afectará a la perfecta proyección en términos porcentuales que se anticipa por el Gobierno para los próximos años, incluso por encima del hecho de no haber sido erradicada aún la pandemia. Una lectura alternativa de los hechos anteriores tal y como se presentan por el Gobierno impone considerar que el cumplimiento de solo una parte de su programa nos ha llevado a una situación económica y sanitaria muy grave pese a conocer la hecatombe que se avecinaba, lo que deshace el optimismo de sus valoraciones del presente y vaticinios derivados, porque si lleva a cabo el 75% pendiente, teniendo en cuenta lo acontecido, se agravarán los efectos de aplicarse el resto previsto. La humildad suele ser la mejor consejera y por ello quizás habría sido la opción más inteligente que el Gobierno hubiera explicado que sus (excelentes) planes se habían torcido por causa del coronavirus y que las cosas se hacen, vigente aún el mal, lo mejor que se puede. Pero eso sería de una insatisfactoria mediocridad, muy alejada de los desvelos que necesariamente padece quien con tanto ahínco, Ley de Educación mediante, persigue la excelencia.
Y puesto que los habituales actos de propaganda política responden a la condición de lo efímero, parece que habría sido mucho más útil reflexionar, pasados estos meses, sobre aquellos graves momentos iniciales en los que un Occidente catatónico ante la pandemia, entre lo inerme y lo espasmódico, frente a un hecho que los excesos de la soberbia racionalista que nos aqueja desde hace tres siglos no había ni tan siquiera considerado. Una enfermedad contagiosa casi “impune” frente el conocimiento médico podía haber constituido una cesura en el discurrir de la historia para conducirnos hacia una nueva etapa, aunque todo esté aún por ver aún ya que estamos ante algo inconcluso. Al inicio de todo vieron algunos una reproducción a muy superior escala del Palacio de Invierno en disposición de ser tomado nuevamente por el estatalismo posmoderno a la espera como está siempre de su oportunidad para acaparar todo poder imaginable, un poder que debe abarcar tanto lo físico como lo metafísico, la completa politización de la existencia humana. En vez de la Rusia agraria de 1.917, la profecía marxiana del colapso de las sociedades capitalistas en el auge de su desarrollo alcanzaba aquí lo más acabado de su formulación teórica. ¡Marx triunfando sobre el revisionismo que había relegado su teoría holista a un modesto test para medir el grado de fiebre capitalista de la sociedad!. Esto sí que habría sido el fin de la historia. Lo que se presentaba al principio como una necesidad obligada por la concertación del esfuerzo frente a la enfermedad se ofrecía ahora como aquella puerta abierta de Constantinopla que franqueó la entrada de los otomanos y la toma de la ciudad como último bastión de un imperio que lo cierto es ya había dejado de serlo. A semejanza de aquello y dadas las circunstancias presentes bueno será advertir que las magras instituciones liberales (mejor libertarias porque liberal puede ser realmente cualquier cosa) que aún quedan en pie empiezan a ser débiles vestigios que a duras penas actúan de freno al bólido que pretende transportarnos mediante una revolución basada en una general extensión de la dádiva pública para entronizar un estado omnipotente que no llegaría a través de las urnas sino en medio del desconcierto.
Está demostrado que el futuro queda siempre escrito en el pasado y que estamos en riesgo de repetirlo si dejamos que la experiencia deje de formar parte de nuestro acervo.
José María Sánchez Romera.