Bitácora con salitre/ 24 diciembre

 

Los diarios tienen días en blanco, por eso no requiere disciplina, solamente la de no reseñar naderías. Por otra parte esta bitácora es pública y en estos tiempos que corren no hay que exponerse mucho, pues ya se sabe que hay gentes con la piel de cristal y con el hábito puritano disfrazado de progresista. Si se escribiera el pensamiento desnudo tendríamos una lapidación pública y unas o unos tricoteuses esperando ver caer la cabeza en el cesto de los guillotinados.

Para escribir que si llueve o no llueve ( Chirbes en su magnífico Diario también lo hace inexplicablemente) o que el cielo fue un purpura, un cárdeno en los atardeceres no se escribe, eso lo hace la Queen inglesa en su dietario, que debe ser un rap aterciopelado, armiñado, enmoquetado y coronado que es el outfit que adoran los raperos influencers en sus redes.

Un diario son esos cuadernillos que debe sacar la posteridad del finado, una vez que es ceniza arrojada sobre el mar de todos los veranos; ese mar que ahora es emulsión de mierda,  plástico y náufragos del egoísmo occidental que vienen sin vacunar, sin comer, sin nada. Luego nos ponemos estupendos y sacamos la bandera solidaria o el bizum para dar calderilla a la causa. Es como la bula que esconde la falsedad occidental y sus insolaridades varias.
Y todo esto viene a cuento para decir que el diario tiene fechas vacías, vanas, blancas que no hay que forzar para no parecer un presidente que cuando habla no dice nada, un escritor que no cuenta nada, un ego pueblerino que ni lo tiene. O sea, que el día a día tiene cosas banales y que no arregla ni el lexatín de la escritura.

Yo quisiera escribir un diario a lo Rafael Chirbes (claro que omitiendo esas entradas vacías que comentaba más arriba), pero lo ha escrito él y ya es el libro del año según el cuadernillo de Babelia. El Cuaderno Gris lo escribió Pla, aunque no se ponen de acuerdo si lo hizo con veinte años o después. Da igual, pues es pura esencia: un Proust sin salir del terruño donde no hay Guermantes, pero hay el encadenado vivo de las palabras que va pariendo la narrativa. Le pasa lo mismo a Umbral con su novelística y columnismo urgente del día a día. Lo importante es morir y que la frase sobreviva a las cenizas como el pollo ese Fénix cuyo corral es una pira, lengüetas de fuego que va limpiando de excrecencias las plumas hasta llegar al esplendor con su deslumbre ácrono. El Quijote es el dietario de él y de Sancho. Madame Bovary ya dijo el propio Flaubert que era mismamente él, aparte su copioso epistolario. Y la Chanel hizo un dietario con la aguja cambiando el día a día de la moda, a la par que Picasso lo hacía con el pincel comunista vendiendo firma para el capitalismo.

Hay quien me ha dicho que esto no es un diario: ¡No!, es una bitácora mojada de salitre. Lo que no, un abrevadero de chismosos que esperan abrir una página y encontrar el potín facilón de si los calzoncillos llevan palominos en el textil de las entrepiernas o cualquier otra zafiedad escatológica, que más o menos es lo que se lee ahora pese a la piel de cristal.
Otro año que a la Navidad le meten el covid en el corral y las cenas en familia de distintos núcleos ( se dice ahora de la suegra, el cuñado y el amigo agregado de una saga unifamiliar) son gélidas por la necesaria ventilación del espacio. Si no hueles el alcanfor del visón que la suegra lleva puesto durante la cena, entonces preocúpate. Si lo hueles, entonces el marisco, el Guijuelo, el besugo y los reservas dejaran de hacerlo. Paradojas de síntoma de enfermedad o salud.
Para acabar con este 24 de diciembre dejo este cuento de Navidad que escribí hace unos años.

La sopera

¿Pierden sentido los objetos en su tránsito y mudanza? Sí, cuando somos nosotros quienes transitamos y mudamos con ellos y recordamos donde estuvieron, cuál era su función de entonces y hasta el respeto que se imponía el tocarlos o el sacarlos del mueble donde se guardaban los ajuares familiares que sólo se utilizaban en ocasiones extraordinarias. El tiempo los ha hecho nuestros y con su pertenencia hemos adquirido esa confianza cotidiana que pervierte cualquier sacralización hasta desnudarla de su misterio. Pero si reflexionamos, y aunque suene a refutación, en cierto modo no lo han perdido puesto que su recuerdo va ligado a un escenario y unos personajes cuya coincidencia ya no es posible por el desbaratamiento que es la existencia. Y aunque Marcel Proust lograse gran enjundia a la magdalena de la tía Leonie, tanto como miles de páginas magistrales que revolucionó el arte de novelar, no es este el momento de ser Proust.

No obstante, hay fechas concretas donde parece que las cosas vuelven a recuperar memoria de su antiguo status o el esplendor que su uso constituía en el hogar familiar, y movidas por extraño déjà vü, querer recordarnos la importancia que tuvieron en su momento y hasta logran inquietarnos debido a la tremenda carga de recuerdos que avivan. Navidad, precisamente, es una de esas ocasiones. Pero como dice Juan Cruz en su magistral «Egos revueltos; «lo que la vida devuelve es el invencible fracaso del porvenir».

Curiosamente, esta tarde, intentando hacer espacio en un trastero, para acomodar mi desesperante manía de coleccionar revistas, al apartar unas cajas que quedaron sin abrir en mi última mudanza, y que habían sido olvidadas por completo, el fisgoneo me ha conducido a destapar una de ellas. Y allí, bajo el envoltorio de plástico con burbujas, como un tesoro arqueológico oculto a sabe Dios qué singular rapacidad indecorosa imaginaríamos al guardarlo, estaba la sopera que en mi casa se utilizaba cada Nochebuena a juego con la vajilla de fiesta: una finísima porcelana blanca decorada con espigas en verde y gris de bordes dorados.

¿Por cuántas navidades habrá pasado y cuántas sopas de picadillo habrá contenido? ¿Qué cuidados se habrá puesto en su tránsito de la cocina a la mesa y viceversa, cada vez que el recipiente debía ser el elemento funcional y decorativo que señalase la ocasión extraordinaria que la requería? Y allí estaba y yo frente a ella. Era como una gran dama huida de la hecatombe del tiempo en su caso, que es descubierta bajo los fardos de la mercancía del mercante donde huyó y que no sabe qué ha pasado el peligro, pero presiente que sí su fasto de entonces.

“Aunque ya nada pueda devolver los días de esplendor en la hierba…». Le he dicho en mi nueva facultad de poder hablar con soperas.

…y de la gloria en las flores, no hay que afligirse porque la belleza siempre subsiste en el recuerdo…”. Me ha contestado un ciento de voces como tantas se sirvieron del recipiente.

Hace tiempo que esa sopera dejó de utilizarse, y como si de algo vivo se tratase, mientras la contemplaba me ha contado el más bellos cuento de Navidad que en mi vida he oído y donde estaban aromas, desaparecidas presencias en torno a la sopa hirviente. Ella sigue aquí, limpia de olvido, siempre en presente, dispuesta a que acompañemos mutuamente nuestra soledad en este naufragio de la gloria en las flores en que nos dejó todo aquello. Le he prometido, para esta Navidad, una sopa similar a la que acostumbraba. Ella me ha pedido algo más moderno, más deconstruido.

Será y Feliz Navidad

Javier Celorrio

 

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