Bitácora con salitre / Allí, donde habita lo oscuro

Texto y fotomontaje: Javier Celorrio

 

En el austriaco pueblo de Braunau, frontera entre Austria y Baviera, se encuentra la casa natal de Hitler. Probablemente, el niño jugase entre las calles de la pequeña población y se cruzara con muchas de las que serían sus futuras víctimas y que en aquel momento vivían en la estabilidad y permanencia que garantizaba la Casa Austrohúngara. Nadie podía suponer que aquel niño llevaba en su ser la guadaña de la muerte, él tampoco. Al igual jugaban por la misma época Stalin en su natal Tiflis o Mussolini en la Romaña italiana. Esa triada llevaba en su envase la ferocidad sanguinaria del alma primitiva, residuos de la herencia transmitida a través de milenios que todos llevamos dentro y que al igual que la esquizofrenia, natural a nuestra biología cerebral, podemos desarrollar o no, sin que se sepa que agente puede provocarla.

Aparentemente, el mundo de ayer coetáneo a aquellos niños, que tan bien describiera Stefan Sweig, mantenía el orden suficiente en la limpieza bruñida de trementina sobre las ricas maderas de sus salones, pero que ocultaban la chirriante realidad de la que emergería el conflicto bélico del 14.

El aire pautado de los ambientes de Proust desapareció con la pasión que agitaba el espíritu de aquella época y que no era otro que la miseria y contradicciones que subyacía fuera de las salitas burguesas, en salones poderosos iluminados por esplendorosas arañas que hacían refulgir maderas, mármoles y escotes adornados de diamantes todo ello resultante de una sociedad vana e indiferente a cualquier gesto de humanidad y alienada por el futuro de modernidad que prometían las nuevas tecnologías como la electricidad, la producción en serie, las telecomunicaciones y hasta el cinematógrafo.

No obstante, en la esfera de la política, el colonialismo imponía su economía y las potencias miraban con desconfianza y avaricia las fronteras y posesiones geográficas rotuladas en el siglo XIX, lo que empezaba a despertar la razón belicista, orden última del cainismo cuando cualquier entendimiento zozobra en territorios de la afasia.

Sabemos que aquellos tres niños, obvio que no los de Fátima, una vez crecieron, dejaron tras su estela ríos de sangre mientras justificaban sus crímenes en aras de un mundo nuevo donde el totalitarismo imponía enseña. Probablemente si sus apasionados alegatos de salvadores de la humanidad y adalides del hombre nuevo no hubiesen tenido público que les apoyase, la triada de infantes habría crecido y desarrollado su vida dentro de la normalidad mas absoluta; acaso vesánicos en su trato con los vecinos pero evitando que su egolatría fuese sublimada por una época que se dejo contagiar por la cara negra de dicha camada. Sin embargo, esas tres nulidades convirtieron su época en vertedero de cadáveres.

Existe la ingenua sospecha de que si la Historia hubiera sido otra, el destino de la humanidad, en ese azar de causa y efecto, habría emprendido derroteros que hoy nos son ajenos al no producirse. Pero cada cual, en la bifurcación de caminos, sustituyó a un sosia que no se reprodujo. El mismo Joyce presenta esta posibilidad en su Ulises: ¿Y si Pirro no hubiera caído por mano de una arpía o si Julio César no hubiera muerto apuñalado?…¿O era posible solamente lo que pasó? Teje, tejedor de viento».

Pero a no dudarlo el efecto seguiría siendo similar, pues hay evidencias que nuestra conciencia «se ha construido con residuos del alma primitiva de los hombres, que la herencia nos ha ido transmitiendo, a través de los milenios, desde los tiempos de la aurora del espíritu humano hasta nuestros días», afirmaba el doctor Gregorio Marañón al efecto de explicarse la naturaleza humana en su faceta más cruel.

Esos «residuos» son los que en tiempos revueltos suben a la superficie. «Pero lo que estremece» -señala también Marañón-, «es que el hombre de los instintos sanguinarios encuentre, en el fragor de las barricadas o de las trincheras, el cauce libre para ejercitarlo, sino el que miles y miles de gente comedidas y honorables se conviertan, de súbito, en seres feroces, en asistentes impasibles de la crueldad o, por lo menos en justificadores teóricos del crimen… cuando la lucha se extingue, vuelven, desde luego, a sus hábitos pacíficos y muchos no tienen nunca el sentimiento de la responsabilidad de sus violencias». Tomemos como ejemplo la última guerra mundial: ¿ cuántos en el bando de los vencidos no guardaron en el fuego los arreos que les delataban como cómplices de los verdugos ?

La guerra de Ucrania está en el umbral de nuestra casa y la cercanía remueve la conciencia, y la sensibilidad se indigna ante el atropello de un pueblo hacia otro. Pero antes, cuando los horrores de la guerra eran enfrentamientos de otros pueblos que sufrían ese instinto ancestral de violencia sanguinaria, al estar lejanos se relativizaba el dolor y entonces fuimos «asistentes impasibles de la crueldad» frente a la pantalla líquida que nos alertaba que algunas imágenes podían herir nuestra (in)sensibilidad, también ancestral.

Pero no nos engañemos, nuestra generación, como las antecesoras, se mantiene impasible ante el terror: «es el daño tremendo de la anormalidad social; no el que cometen los insensatos, por muchos que sean, sino el que aun en el alma de los buenos resucite el antropoide, resurja la conciencia dormida del hombre remoto, y los convierta en cómplices de aquellos, o, por lo menos, en sus pacientes espectadores».

 

 

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