Texto y foto: Javier Celorrio
La paz se retira ante lo escabroso de la guerra. La caricia ante el estrepito de la violencia. El deseo ante el acecho de la violación. La salud ante el desorden de la enfermedad. La complacencia se retrae en un medio hostil. Son impulsos naturales cuando toda amenaza vuelve extraño e inquietante hasta el entorno más familiar, como aseguraba Freud en su tratado «Lo siniestro»; son impulsos imprescindible a cualquier manifestación del terror; a toda experiencia que provoca el miedo.
Una de las herramientas utilizadas por las distintas narrativas, para despertar en el lector o el espectador la sensación de miedo, es el efecto de la puerta medio abierta. Qué se lo digan a los especialistas del suspense o al propio que se atreve a entrar en una casa abandonada y llega a un pasillo largo y en penumbra con una puerta a medio abrir: la sensación primera es inquietante, luego la hiperestesia del escalofríos creará el clímax terrorífico que nos hará desandar el camino y volver al resguardo de la calle.
Hoy el mundo tiene una puerta medio abierta y aunque hasta el momento el conflicto dibuje en el horizonte los cuatro jinetes icónicos prestos a distribuir los males que caracteriza a cada uno de ellos; la amenaza de esa puerta, con banda sonora de chirriantes goznes, contiene un efecto de sombra oscura, escurridiza y veloz que cruza el plano y tras el cual un inmenso hongo nuclear deslumbra la escena.
El miedo es lícito y mas cuando intuimos que la guerra que vendrá ya está aquí o eso quieren, pues uno u otro van a intentar meter a la OTAN en el conflicto; uno para que lo defienda del gigante y el otro pensándose omnímodo e imbatible como se creyeron en su momento los líderes derrotados de todo imperio.
La psicóloga Elisabeth Kübler-Ross en su libro «Sobre la muerte y los moribundos» señalaba que cuando al enfermo el especialista le diagnóstica una enfermedad muy grave el afectado reacciona en cinco fases. La primera es de negación ( esto no me puede estar pasando); la segunda la ira ( una cólera que nos enfrenta a la injusticia del destino); en tercer lugar una negociación ( intentar minimizar los efectos que posiblemente podamos hacer menos letales); en cuarto lugar la depresión y la última fase deviene una aceptación de la catástrofe.
En estos momentos de la guerra, al igual que pasó con la pandemia, estamos en un estado de negación que no admite cualquier atisbo de pólvora en el ambiente. Y desde la ingenuidad de marca, que caracteriza a nuestra época, desviamos esa realidad a planos de la historia pasada o a países lejanos, pero nunca que está a pocos pasos del rellano que precede a nuestra casa. El vaquero achulado y criminal de los mass-media que decía al ingenuo forastero que en el territorio a donde entraba la ley del colt era la de primero dispara y luego pregunta, resulta que era aquel vecino que creíamos vesánico pero fácilmente controlable. Nadie sopesó el peligro de aquel orate o no quiso verlo o era más cómoda la postura del no ver, ni oír y callar.
Esta demostrado que la Humanidad, con egocéntrica mayúscula fervorosamente aliada al etnocentrismo, se repite más que el pepino pese a su discurrir fluyente. Y en ello estamos: volver al pasillo largo y lúgubre en la que al final del mismo una puerta con una rendija abierta nos invita a traspasar el umbral. Estamos a merced de ese espacio oscuro, de un poder ajeno a nosotros y que sin embargo hemos ido alimentando enajenados por nuestra indolencia hedonista. Ahora el monstruo nos reclama y domina y si antes no hubo preguntas ahora el Leviatán no tiene por qué dar respuestas.
«El conocimiento positivo y racional es la única luz que ilumina el camino del hombre hacia el conocimiento de la verdad y la regulación de su comportamiento y de su relación con la sociedad que le rodea». La frase de Bakunin no tiene nada que ver con nosotros, como otras de quienes reflexionaron, pero mas nos valiera que sí la tuviese.