La sentencia de los ERE tiene para el Partido Socialista una complicada gestión que no salvará mediante pueriles justificaciones sobre la honradez de sus principales condenados. Con mucho menos la resolución dictada por dos magistrados, uno dormido y otro muy despierto, un tercer magistrado y Presidente de la Sala discrepó de la sentencia, se puso en marcha el proyecto llamado por Pérez Rubalcaba “Frankenstein” y censurar en el Congreso de los Diputados al Gobierno de Mariano Rajoy haciéndolo caer. Quizás no existe el karma, pero sí forma parte de la experiencia que la vida da muchas vueltas y nunca sabes a dónde puede conducirte. Contra lo que intuitivamente pueda parecer, lo menos polémico, pese al abuso de este privilegio gubernamental, debería ser el indulto de José Antonio Griñán por razones de edad, por su cualidad de político ajeno a la estridencia y porque su reconocimiento a la medida de gracia, en contraste con otros indultados, seguro que será sincero, sin que eso signifique restar gravedad a lo ocurrido.
Siguiendo con las percepciones contraintuitivas, el que de forma escrupulosamente legal, fiscalizada por la Intervención General y siguiendo estrictos requisitos administrativos, se hubieran concedido las ayudas, no habría cambiado la naturaleza errónea de la idea. Por un razonamiento a contrario sería una falsa conclusión afirmar que, puesto que la cuestión ha sido de método, el sacramento del absoluto rigor legal de esa misma decisión la hubiera convertido en buena. En absoluto, la legitimación formal del hecho no deja de ser lo que es, la asignación ineficiente y arbitraria en todo caso de unos recursos económicos manejados por la administración pública.
Es una impresión extendida en el imaginario colectivo, basada en la falacia de autoridad, que es muy social y conveniente que el Estado, en cualquiera de sus niveles, “salve” empresas deficitarias o en quiebra ya que de esa forma se conservan los puestos de trabajo. No es cierto, lo que se hace es desviar dinero hacia proyectos que el mercado ha declarado inviables y es mucho más caro que dotar de sustento económico a los despedidos hasta que encuentren nuevo empleo. Esa riqueza sacada de los impuestos a los ciudadanos podría dejarse en sus manos para adquirir bienes realmente demandados por ellos y no para financiar empresas a las que cuando les falte la subvención pública tendrán que disolverse, convirtiendo en despilfarro todo lo invertido. Lo que hace el sector público en definitiva es trasladar los recursos de las empresas eficientes a las que han demostrado no serlo en virtud del tan improbado como desmentido principio que afirma que la administración tiene mejores conocimientos e información sobre la economía que los propios consumidores. Mecanismos más exigentes de control del gasto no habrían abaratado los costos ni hecho más eficaz el sistema, sino solo más intrincado y lento, con idéntico resultado. Un elemental cálculo económico indica que la asunción del coste por el sector público de las consecuencias de los despidos, vulgarmente dicho: pagar el paro a los afectados, tiene un precio mucho menor. También, y a partir de ello, que podrían aliviarse las cargas públicas agregadas a los salarios de las empresas viables que les permitirían destinar esos excedentes de capital a ampliar sus posibilidades de atender una mayor demanda y absorber mano de obra desempleada, convirtiendo así recursos humanos ociosos en productivos, creando las condiciones adecuadas para ello y mejorando además los salarios. En el peor de los casos lo que no se haría es destinar fondos a negocios ya abocados al fracaso.
El problema final es el principio que consiste en dejar al arbitrio del poder unas cantidades ingentes de dinero sin que nunca se cuantifiquen más que “grosso modo” (en la locución “políticas sociales” cabe todo) aquello que realmente es imprescindible de financiar y de auténtica necesidad. Una democracia basada en un poder estatal creciente por vía del manejo de cifras cada vez mayores de recursos económicos se contradice a sí misma porque a más poder económico del estado, por cuestiones de lógica elemental, se acentúa su posición dominante sobre la base más primaria de la existencia de los individuos en la medida en que un cada vez más amplio sector de la población tenderá a depender de las decisiones políticas. Con todas las deficiencias que quieran achacarse a la distribución de los bienes salida de la libre concurrencia en el mercado, la capacidad autónoma de decidir estará más abierta que si se confiere a un solo actor. Como pone de relieve Friedrich Hayek (Camino de servidumbre), “…se ha representado el espíritu de la empresa comercial como deshonroso e inmoral, y donde dar ocupación a cien personas se considera una explotación, pero se tiene por honorable mandar a otras tantas (en el sector público)”. Es cuando menos llamativo que el lucro que se genera en el entorno de las relaciones con el poder sin más exigencia que cierta capacidad para conmover unas pocas voluntades, pueda entenderse que supera en mérito a quien tiene que ganarse la confianza de cientos o miles de consumidores combinando el menor precio posible con la mejor calidad. Ello viene agravado desde un punto de vista práctico por el hecho de que en la actualidad el intervencionismo en boga ha convertido el déficit en parte imprescindible del ciclo virtuoso de la economía. Como derivación natural de ese absurdo, subvencionar pérdidas es parte de una pseudofilosofía que finge ignorar quién soporta realmente el peso del voluntarismo que implica convertir el Estado en una empresa que goza del privilegio de poder dotarse de una solvencia que no es más que ficticia y mantenida en pie de forma cada vez más precaria por su derecho a extraer sin límites conocidos toda la producción económica de la sociedad. Llegado el momento comprobaremos lo pernicioso que es no restringir a niveles racionales el ejercicio de ese privilegio.
José María Sánchez Romera