Empecé a leer “Cave canem” (“Cuidado con el perro”), escrita hace diez años aunque publicada recientemente, por el título, la cubierta con un ojo mesopotámico y, sobre todo, por el prólogo entrañable de Álvaro Salvador, donde nos hace una semblanza del autor cuya importancia en el mundo cultural granadino yo desconocía. (En mi disculpa diré que me fui de Granada recién licenciada, a los veintiún años, y volví a los cuarenta y dos: desde Barcelona solo seguí la obra lingüística o literaria de media docena de escritores de aquí, todos profesores míos en la facultad de Letras). Califica Salvador la novela del que fue su alumno y amigo de “terrible y extraordinaria”. Y nos cuenta que la idea de “Cave Canem” nació en los años 70 en una sesión de espiritismo en su casa, en la cual quizá el subconsciente de Miguel Ángel González, atormentado por un terror irracional a los perros, movió el vaso místico y desde “el más allá” se le dictó el relato de un indiano devorado por perros en Toledo, en el siglo XVII.
Estamos ante una novela culta, híbrida, que toma elementos prestados del cine, la novela negra, la novela fantástica y el esperpento de Valle Inclán, porque no cabe en un solo cajón la experiencia intelectual del autor, ni su propósito. El cine es el consuelo último: la visión beatífica del agonizante no será un túnel de luz, sino el fundido con desolados héroes cinematográficos: el duro Bogart “que aguarda la llegada imposible de Ingrid Bergman”, Burt Lancaster en “El Tren” de Frankenheimer, Philippe Noiret dirigido por Tavernier en la mítica “Coup de torchon”, adaptación de la novela “1280 almas” de Jim Thomson. El mito de Fausto en nuestro tiempo, o más bien, el pobre diablo que llevamos dentro, como Jekyll llevaba a Hyde.
El protagonista es el necesario perdedor de la novela negra, enfermo de lucidez y alcohol que sobrevive precariamente gracias a su trabajo de negro de un escritor rico y famoso… ¡del escritor Miguel Ángel González!, al que le escribe incluso la autobiografía, y refugia su radical soledad en un grupo selecto de amigos sobre los que es más que escéptico: una de esas tropas de desarrapados con cierto barniz que suelen producir las ciudades pobres universitarias, que se beben todo lo que haya en la Venta de la Encrucijada, lugar simbólico de la degradación de los locales donde se forjó la revolución fallida de los años 70.
Pero con ser absorbente la lectura por su trama, la novela debe leerse como retrato de la caída, sin posibilidad alguna de redención, del idealismo de nuestros años mozos, de la transición de la Transición a un nihilismo radical y absoluto. Y aquí no me queda más remedio que introducir el espacio geográfico y sociológico que es elemento esencial, a veces protagonista, en toda buena narración. Reconozco a Granada en la ciudad onírica donde la costa se aproxima al Muladar, el barrio de la desvergüenza y la corrupción política, el bocado a la Vega, el lugar donde el Poder (un interesante demonio darwinista en la obra) perpetra su orgía de muerte y de degradación moral de Gabriel, el protagonista.
Me he partido de la risa durante la lectura de “Cave canem” (ojalá su autor no hubiera muerto, porque estoy segura de que hubiera comprendido mi regocijo); suele pasarme cuando la inteligencia deriva en sarcasmo para bañar con su distanciamiento brechtiano la brutalidad del texto que leemos: así, personajes del hampa o del malvivir utilizan junto al vulgarismo y la procacidad lingüística lindos cultismos sintácticos y léxicos, “suena como una premonición”, dice la prostituta que consuela de forma inteligente y generosa a Gabriel; o la exagerada meticulosidad en la descripción –valiéndose del uso de tecnicismos del lenguaje periodístico y fotográfico– del narrador-protagonista mientras graba la atroz, sangrienta escena de los perros, y que solo refleja el asco que le produce (¿al autor?) el amarillismo de los medios de comunicación.
Una lectura recomendable, sus 169 páginas dan mucho más de sí de lo que aquí les cuento.
Cave canem ǀ Miguel Ángel González ǀ Elenvés Editoras, 2021ǀ 176 páginas ǀ 18 €