Dietario de verano de un fotógrafo pobre / 15/7/21

 

Los fantasmas existen y los llevamos acuestas y aparecen y desaparecen en el momento que nos tomamos una tostada o en un distraimiento de cualquier ocupación. Cada año que cumplimos los martinicos se multiplican y hay algunos que nos acosan y dialogan y no paran de hablar de cuando un día les dejamos colgado un viaje a la selva Lacandona o lo mandamos a la mierda sin más explicaciones, aunque el plato sopero, por no decir toda la vajilla, estuviese colmado.

Los peores son aquellos que se presenta de súbito y que jamás lo habían hecho. Y lo más malo es que lo hacen acompañados de un ejército de zombis interiores que también te reconocen y quieren que vuelvas a los buenos y pésimos momentos que viviste con ellos.

Uno de estos se me apareció ayer mientras iba paseando a la busca de una foto. Me saludó y pensé que el hombre quería que lo fotografiara, tal mi creencia ególatra en mi buena técnica del daguerrotipo. Pero no. El hombre me preguntó si era yo aquel que un día conoció, dejando claro que él sí era aquel que un día supuestamente conocí. Las técnicas de educación, esas plumas que a veces adornan las mas umbrías vilezas, me reconvinieron la impostura de hacer que estaba realizando un intento por reconocerle. Sin quererlo, de repente me encontré en mi ultratumba interior donde habitan todos esos aparecidos y que siempre he imaginado como tenebrosa cueva en lo más oscuro de la geografía de nuestro cerebro. Cuantas más pistas me daba el desconocido más era la compañía de fantasmas volando por mi cabeza. Pero juro como jurara Escarlata en su predio de Tara que a aquel señor no lo conocía de nada, o al menos no lo atisbaba entre los espectros de aquel entonces del que hablaba por más explicaciones dadas.

¿Me confundió…, lo confundí? Tampoco la mascarilla ayudaba mucho.

Terminé aquel desatino de pistas y adivinaciones señalando mi muñeca desnuda de reloj, pero que siempre es un gesto universal y socorrido que denota cierta prisa.

Mientras me alejaba, un estado paranoico consistente en que podría estar aquejado de un principio de Alzheimer, tomó forma en mis cavilaciones lo que indicaba que no hubiese reconocido a la persona en cuestión. Lo cierto es que se jodió la tarde fotográfica que pensaba pasar y que el baile tenebroso no cesó de bullir en mi cabeza el resto del día. ¿Se trataría de alguien que significó mucho en mi vida y que la imaginada enfermedad habían borrado sus huellas en el cerebro para siempre?

Pensé en la historia que cuenta Wiesenthal sobre su novia de Marraquech y en aquella tarde en la plaza Djemáa-el-Fna, cuando ya habían pasado muchos años de la ruptura y de la estancia en la ciudad, y el escritor sintió unos dedos que en la espalda le escribían en árabe la palabra gracias. Al volverse, solo pudo entrever los ojos verdes de una señora elegante que se alejaba acompañada de dos muchachas jóvenes.

Claro que, esos son fantasmas de lujo, el mío era de Aquí no hay quien viva.

 

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