Dietario de un fotógrafo pobre / Apuntes sobre agosto

 

Agosto entra ponientoso y salitre de hondura espesa al olfato. Algún sonido de chicharra cruza el aire, aprovechando la pausa que deja el pentagrama entre los estruendos de tubos de escape rotos de las motos o el rap o lo que sea del automóvil convertido en discoteca, sobreviviendo sobre la algarada humana de los paseos. A veces viene una ola en sordina como banda sonora ambiental punteada del graznido de gaviotas que parece salida del túnel del tiempo que dicen hay en otra dimensión. Un Ligeti, para entendernos.

Huimos del pasado, pero somos el despojo de sus emociones, carne en olor putrefacto de los vivos de entonces: nuestros errores serán la herencia del futuro al igual que vivimos aquellos que los muertos cometieron. Así, el pasado nunca se va, se instala en los bárbaros del norte que, invasores, serán transición entre la fresca limonada tomada bajo la pérgola señorial mecida de pianos y el vino de verano bajo el andamio tropical estremecido de regetón y horteras a tutiplén.

Cada vez las olas de bárbaros se suceden con más celeridad. Antes, las guerras acababan con el mundo anterior muy bien contado por Stefan Sweig, ahora, las Verdurín de Proust se sustituyen según fluya la dirección del dinero y, como ya ocurría entonces, deja una democratización líquida y vertiginosa en los usos y desusos sociales. Ya nadie muere en un salón rodeado de bolcheviques, son estos quienes delegan de sus funciones revolucionarias bajo los efectos del reflejo de oropel de las cornucopias convertidas en vintage, que es cuando la carcoma reclama su derecho al lujo o el céntimo se reivindica como parte indivisa del dinero. Siempre lo revolucionario termina por redecorar los palacios de invierno y lo revolucionado acata el cambio para que nada lo haga como ya contara aquel príncipe Lampedusa. Vintage o no, el bolsillo de siempre termina por recuperar lo que era suyo civilizando al intruso que, además, les regenera la sangre haciendo exógama la estirpe. Al caso, en mi árbol genealógico hay una emperatriz de los franceses, ejemplo de una excelsa casada con un pavernu venido de la sarda María Letizia Ramolino, la Madame Mere napoleónica a quien le tocó un super euromillón de su época en forma de vástago que llegó a emperador. A veces, pienso que a mi me han llegado genes de mi antepasada, pues si a ella le gustó Napoleón III, en mi hizo estragos Marlon Brando como primero de esa estirpe en la película Desiré.

Pero siguiendo el hilo, hace tiempo que los agostos son quincenas o acaso fin de semana para quienes andan justos de monises. No quiere decir esto que no los haya en abundancia de ellos, pues los hay  que están sobrados de los mismos. Al igual, el mundo está plagado de zonas VIP para uso y disfrute de quienes llevan outfit (dicen ellos) cosido en haute couture y donde los pianos siguen meciendo los atardeceres bañados con Roederer Brut o Mumm. Pero ante los 8 mil millones de la población mundial, éstos son la millonésima parte del céntimo de antes.

A mi apunte, agosto es maraña de nostalgia parada en los bulevares marítimos flanqueados de plátanos y enredadera que culminaban en una fuente con pedestal, verdín de liquen, para alguna deidad mitológica del agua. Un pueblo de verano con siesta mecida por orquesta de grillos y cigarras; visillos tamizando la luz vertical del mediodía y noches donde la luna rielaba sobre el mar de aquellos veranos y levantaba una brisa fresca que se colaba al interior de las habitaciones por las rendijas de persianas de tablillas de madera.

Sobre las embarcaciones a remo, de cuando entonces, pasan aceleradas motos acuáticas o lanchas empavesadas con visos de yates con motores amplificados a velocidad de una huida de narcos. Al filete empanado y patatas del chiringuito de caña sucede un interior de cristal y tarima donde se sirve un minimalismo japonés de pescado crudo. Y ya ni el espeto respeta su esencia misma, la de la sardina a ser comida sobre la rodaja de pan empapada de su grasa. Mientras, a la orilla, una loneta al viento cubriendo una colchoneta llamada chill-out usurpa el lugar a aquellos toldos de gruesa tela rayada enganchada al soporte de dos palos verticales.

Aquel agosto lleva tiempo desangrado, exánime, cadavérico. «Se ve alguna lucecilla. Pueden ser una o dos barcas que han salido a la pesca. En aquel mar se oyen solamente los grillos. Puede que fuera así el canto de las sirenas», leo en «El viaje a ninguna parte» de Fernando Fernán-Gómez. Novela que hay que leer y película que hay que ver.

 

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