¿No han tenido nunca ganas de que el sol salga por poniente? La pregunta señala un hartazgo, un cansancio ante la repetición monótona de lo cotidiano. Por levante sale, por poniente se pone y no hay más cera que la que arde. Pero una vez soñé que el mundo trastocaba sus coordenadas conocidas volviendo del revés todo lo que hasta entonces era del derecho. Algo de Alicia había en el sueño y mucho de surrealista en su arquitectura, pero en aquel mundo onírico prosperaban sus convenciones tanto como en el nuestro. O sea, que mi sueño era un negativo del positivizado en el que vivimos. Me dije, entonces, que no había otra escapatoria del orden a otro sitio que no condujese al desorden y que este también contenía sus propias leyes entrópicas. Y que el sol ya ascendiera del oeste para caer en el este mantenía similar concordancia como las que había entre Pili y Mili.
Eso sí, lo único que nos libraba de toda aquel catastro de lindes fijadas era la capacidad propia de nuestra imaginación para transformar las ecuaciones infalibles en otras, que también lo serían, pero que en el momento de enunciarlas eran primigenias y por ello admirables en su novedad. Lo que viene a pasar con las metáforas; un esposamiento de significados contrarios y que en su asociación crean un virtuosismo nuevo de significante. No obstante, hay que avisar que también contra ellas se concitan los intereses de quienes todo se lo apropian y a fuerza de manoseo la mas extraordinaria de las metáforas cae del pedestal de su belleza para ser desdeñada por su utilización y uso. Ya lo dijo Shakespeare en boca de Cleopatra: » y yo veré algún jovenzuelo de voz chillona como hace de Cleopatra y da a mi grandeza la postura de una prostituta».
Eso, a mi parecer, ocurre con la política y sus partidos, aunque no es lo mismo con el huevo y la gallina o en el arte con el Pop, por un ejemplo, que son productos del evolucionismo. La política es el resultado de la civilidad que marca un inmovilismo en la evolución del pensamiento. Y todo porque lleva siglos convertida en cincel que modela solamente el poder bajo el prisma de lo económico encubierto con patrañas del bien general. Por cierto, muy bien explicado por G.T. de Lampedusa en su Gatopardo con la famosa frase de «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie». Las revoluciones terminan por ser un mero resplandor de luz confiscado por la barra fría, híspida, aséptica de un neón.
Como el imperturbable sol que nace de la cuna oriental de Apolo, la política nace del afán del primer mono (una odisea del espacio) que descubrió que la quijada de un mamut podía ser utensilio de presión y fuerza para conseguir la mejor parte en el botín. Eso, si no atenemos a la metáfora visual de Kubrick y la la teoría del gen egoísta de Dawkins, quien abunda en ejemplos de que somos química en atroz y egoísta carrera por la supervivencia y que se corrobora en esa guerra interna a la que aludía Conrad Adenauer al decir que en política hay que saber combatir al enemigo, al rival y a los compañeros de partido.
Para quien sepa algo de Historia no escapa que los juegos de tronos se repiten una y otra vez a lo largo del tiempo y que el simio sigue prevaleciendo, aunque ahora sus formas lleven una cubierta de traje bien cortado y calzado de curtida piel a manos del mejor artesano en la materia o el streetwear se proponga como atuendo que acerca a líder y pueblo tal que hemos visto este verano con Sánchez y sus alpargatas de cáñamo. El resultado es el mismo: la quijada contra el adversario y los garrotazos de Goya. Egocentrismo y estupidez. Si leen la Historia comprobarán que el panorama no ha cambiado mucho.
J Celorrio