Sabanas, almohadas, cojines y ropa en general humedecidas del calor de agosto. Un bochorno pesado impregna todo. Prefiero el frío. El calor en exceso reaviva tensiones; las guerras siempre estallaron en verano. La calle se convierte en resistencia eléctrica avivando la temperatura en la plancha del asfalto convirtiendo el aire en una exhalación de sauna producto de una boina espesa, blanquecina que enmaraña el cielo. El calor es triste en su pensatez enervante. Lo supo plasmar bien Tennessee Willians en Un tranvía llamado deseo, donde la escena es una sala con persianas cerradas, de ventiladores que no impiden que el sudor se derrame sobre la seda del vestido de Blanche y haga cercos en la camiseta de tirantes de Kowalski. El propio Williams en el libreto indica la utilización de gasas en los decorados para, acaso, intensificar la sensación del húmedo calor de Nueva Orleans envolviendo ondulante la densa dramaturgia que nos anuncia. Un lirismo envuelto en las notas de Blue velvet, que es lo que oigo mientras escribo y el ambiente es similar al del invernadero de doña Rosita la soltera cuando abandona definitivamente la casa, el jardín, la rosa mutabile que nunca mutó. Calor africano de agosto, la humedad agostando el cuerpo, embotando los sentidos como amor que ha perdido el nombre. A veces, a la bolina lechosa cubriendo el cielo lo cruza una masa de nubes oscuras que amenazan tormenta tintando de plomo la luz del mediodía, mientras unas alas invisibles parecieran batir la brisa donde levitan leves toques de refresco. Al dietario llega en sordina el murmullo del friso de bañistas; un murmullo en simil de bandada de pájaros; al de un grillero lejano; un croar de ranas en la rivera del rio nocturno: cacofonía resultante de la multiplicidad de voces que con nocturnidad y ninguna alevosía se trasladará a los paseos marítimos. Estos días se habla de los 75 años del asesinato de Federico. Fue en la madrugada de un 18 de agosto. Según Agustín Penón sobre las cinco menos cuarto de la madrugada. Veo el documental La maleta de Penón y luego atracón del Lorca que hizo para la televisión Bardem (Lorca, muerte de un poeta) mitad película mitad documental con un resultado mitad bueno y mitad malo en consonancia con el formato que no es ni lo uno ni lo otro. Tampoco el actor Nickolas Grace haciendo del poeta resulta muy convincente. De Ignacio Sánchez Mejías hace Germán Cobos el que tanto habitó entre nosotros y con quien mantuve algunas conversaciones. También Lorca, en algún verano en la década de los veinte, estuvo en Almuñécar y durmió en la azotea del hotel Palace cuando seguro que agosto no era tan caluroso, y si durmió en la azotea fue, al parecer, porque el hotel tenía lo que hoy se llama overbooking o quería ver como las estrellas tienen sus revelaciones por San Lorenzo a quien anda «herido de amor huido«.
Javier Celorrio