Es una expresión muy de moda el atribuir a determinadas posiciones ideológicas la calificación de egoístas. Como nada es causal, así se califica al que discrepa de las medidas económicas que implican aumentar el gasto público. El final acostumbrado para demonizar la prudencia suele ser sacar a la palestra unidos a neoliberales, término-prisión que se aplica a toda disidencia, y capitalismo, como símbolos del egoísmo y de esa doctrina vulgarmente asociada al uso del grito que antecede a la catástrofe: sálvese quien pueda. Frente a la insolidaria e indiferente doctrina del desprecio a la suerte ajena que demuestran los partidarios de aplicar a partes iguales cautela en el gasto y libertad económica, aparece la idea que se autoidentifica como progresista, que significa intervenir la riqueza producida mediante la acción del estado mediante una serie de decisiones inspiradas por principios de solidaridad social.
De inicio y para no anticipar el fin que se pretende, es forzoso concederle al progresismo la ventaja de atribuirle como valor intrínseco a sus principios la solidaridad en oposición a un egoísmo innato inherente a lo “neoliberal” (concediendo también que con el empleo de tales palabras se defina algo concreto). Y decimos esto porque el egoísmo o la generosidad son condiciones personales, como la capacidad de trabajo o la simpatía, por tanto, de imposible atribución práctica a un esquema puramente teórico como es una ideología o sistema de creencias. En otro orden de cosas la solidaridad es algo que nace de la voluntad libre, si viene impuesta es una obligación y no la manifestación espontánea de un sentimiento de ayuda a otros, ya iremos viendo este juego con el lenguaje. No obstante, en función de lo que pretendemos, vamos a soslayar tales objeciones lógicas a fin de tratar de demostrar que ni salvando tales escollos, se llega a demostrar que una postura y otra respondan a esas caracterizaciones.
En primer término, no se puede olvidar el origen de las decisiones llamadas de progreso que se contraponen al egoísmo ideológico del liberal: se trata de decisiones políticas y por tanto lo que van a primar son los intereses de ese orden. En segundo lugar, debe considerarse que quienes se posicionan de ese modo no ponen en riesgo sus intereses, sino los de los demás mediante el uso de la coerción que las normas imponen. En tercer término, reconectando con el primero, en una democracia de sufragio universal, un hombre un voto, las decisiones no solo pueden, sino que se orientan a favorecer a determinados sectores sociales afines o para lograr su adhesión, no tienen que ser tampoco los más necesitados, con el objetivo de lograr apoyos en los procesos electorales. Constatar eso no compromete la democracia como idea, al contrario, se limita en lo posible su manipulación. Por último, rara vez se distingue entre lo necesario y lo políticamente conveniente. Todo incremento de gasto cubierto por cualquiera de las vías habituales queda bajo el paraguas de uno de los términos que el nomenclátor ya tiene diseñado para justificarlo: “gasto social”. El contenido de la expresión ya se convierte en un debate sobre el sexo de los ángeles para saber cuál es su significado exacto y lo que comprende, por lo que está pensada para hacer ganar a quien la usa.
Decía Keynes para justificar sus propuestas económicas de gasto público para no incurrir en políticas de austeridad y recortes, que como “a largo plazo todos estaremos muertos”, en las crisis, ya se hace sin ellas, hay que reaccionar rápido, poniendo en marcha políticas de regulación de precios y aumentar el gasto público vía deuda o incremento del dinero en circulación, a lo que se añade la elevación sin límites de la presión fiscal. Para la justificación de esto último existe la correspondiente figura semántica en el nomenclátor: justicia fiscal. Un dogma jurídico dice que no puede imponerse una pena sin una ley previa que la establezca, el dogma intervencionista es que ninguna medida intrusiva puede adoptarse sin una expresión que la disfrace.
Pese a que la experiencia histórica respecto de este tipo de actuaciones ha sido negativa o, en el mejor de los casos, los resultados a corto plazo son muy magros, y negativos siempre a largo, una y otra vez, como dice el tópico, se vuelve al lugar del crimen. El resultado es empobrecer a quien tenía un nivel de vida razonable y consolidar en la pobreza a quien ya lo era y que no pueda salir de ella mediante su esfuerzo porque depende de lo que en una oficina pública se disponga siguiendo las órdenes políticas del gobierno. Un ejemplo del resultado de la intervención pública en los precios fue la famosa idea de “topar” los precios de la luz, incorrección léxica acuñada para la ocasión, preludio de su consecuencia: la luz prácticamente cuesta lo mismo pese a la subvención pública que corre por cuenta de los mismos a los que supuestamente beneficia.
¿Qué esconde toda esta grandilocuente filosofía de sonoras formulaciones aparte de no resolver nada? En esencia duplicar el egoísmo que dice querer extirpar. De una parte, el egoísmo político de esconder los problemas del presente, no hay que pedir sacrificios, y así después unos cardan la lana y otros llevan la fama. Resolver crisis solo encuentra una forma racional que es trabajar más y gastar menos de lo que se produce para poder ayudar a quien no puede sostenerse por sus medios. Y un segundo egoísmo que es trasladar las consecuencias de las malas decisiones de una generación a la siguiente para que sean ellos los que paguen los sufrimientos que hoy se posponen. Keynes no se expresó con precisión, lo que quiso decir en realidad fue: “A largo plazo…que se mueran otros”.
José María Sánchez Romera