El adoquín como metáfora / Tomás Hernández

 

Fue el desaparecido, políticamente hablando, Albert Rivera quien se presentó en un debate electoral con un adoquín en la mochila. Lo levantó delante de la cámara, como metáfora, supongo, de la barbarie callejera de moda aquellos días, ya no recuerdo cuál ni el motivo de la furia.

Rivera tuvo una ensoñación. Ciudadanos, Arrimadas, había ganado las elecciones en una Cataluña independentista, crecía el número de escaños y Rivera y sus consejeros vieron posible convertir al joven y ocurrente abogado en Jefe de la Oposición, algo que no existe, pero qué más da, un sueño es un sueño. Rivera vio pronto, en contra de lo que pregonaban los románticos del 68 francés, que el mar no estaba debajo de los adoquines. No vamos a repetir la historia por reciente.

Isabel Díaz Ayuso dio un paso más allá. Llevó su adoquín a la Asamblea de Madrid, imaginamos que, como Albert, para simbolizar la misma barbarie. Albert desapareció y la figura de Ayuso se agiganta; también Rivera vio crecer su imagen, poco tiempo, más allá de lo que hubiera imaginado. Rivera quería ser el Jefe de la Oposición, ya digo; Ayuso es la Oposición.

Díaz Ayuso ha convocado unas elecciones que el presidente del partido no creía oportunas. Es muy posible que las gane. Ya ha elegido pareja de baile. De la inteligencia de Díaz Ayuso no tengo dudas, hay pruebas sobradas; sobre su estrategia de gobierno con Vox, no quiero imaginarlo.

Cuando Ayuso convocó las elecciones, dijo hacerlo en beneficio de Madrid y de España, porque ya se sabe, Madrid está en España y España es Madrid y ella, quizá lo piense a veces, la lideresa de todas las Oposiciones. Pero el mar no estaba debajo de los adoquines de las levantadas calles de París, ni en el esperpento de Rivera ni en la bufonada de Ayuso.

Se oscureció Rivera, brilla Ayuso, pero sus gestos, sus falacias, sus adoquines son los mismos. Los símbolos se llaman así por eso, porque conjuran, crean extrañas afinidades y unen destinos.

Tomás Hernández

 

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