El barranco y la náusea / José María Sánchez Romera

Lo más imperdonable de la crisis de Gobierno que el pasado fin de semana se nos dio a conocer es la elección de la fecha. La degollina llevada a cabo en la nómina ministerial por el Sr. Sánchez (del que solo se han salvado los que van en el trasportín habilitado a Podemos por ser elemento necesario constitutivo de masa crítica en el Parlamento) merecía coincidir en la fecha con alguna sonada matanza. El San Valentín sangriento (14 de febrero) o las vísperas sicilianas (30 de marzo) habrían sido efemérides dignas de compartir su sitio en la historia con esta hecatombe ministerial.

Uno de los sacrificados, que era bastante más que un ministro, ha sido Iván Redondo, esa especie de druida posmoderno experto en que los ciudadanos no reparen en lo que de verdad les interesa y afecta. El caso es que no hace mucho tiempo había dicho que por el Presidente Sánchez se tiraría a un barranco y es evidente que la frase generó en todos una gran confusión. En Pedro Sánchez porque quizá entendió que le reclamaba un suicidio asistido y en la prensa, porque creyeron que esa exteriorización de lealtad cumplía con su papel de valido. Cabe una tercera posibilidad, que venteara su complicado futuro y le quisiera hacer llegar al jefe una vigorosa declaración de incondicionalidad que lo enrocara en el cargo. Para su desgracia esas palabras han quedado vagando en el vacío y sus restos políticos reposan en el barranco que eligió como destino último.

Redondo mejor que nadie debía saber que reyes y políticos no tienen amigos sino servidores útiles o prescindibles cuando dejan de ser lo primero. El Jefe de Gabinete de La Moncloa alcanzó su zénit con la maquiavélica operación Illa que dio al socialismo en Cataluña una victoria tan sorprendente como estéril y comenzó su ocaso cuando la estrategia para hundir a Díaz Ayuso en Madrid se saldó no sólo con una victoria aplastante de la que iba a ser aplastada, sino con el vuelco de las encuestas nacionales (hasta Tezanos ha tenido que empezar a dar su brazo a torcer). Una humillación muy dolorosa para el orgullo presidencial.

La inmisericorde purga de Redondo no ha conocido ni la gratitud por los servicios prestados, nada menos que llevar a la Presidencia del Gobierno en su día al Sr. Sánchez con menos de noventa diputados en la Cámara. Eso sí pactando no ya con el diablo sino con sus maestros. En esas condiciones y en las que se dieron malhadadamente después resulta imposible gobernar y por eso el Sr. Redondo optó por la agitación permanente a falta de algo coherente que ofrecer que no fuera un ingente e ineficaz gasto público, que ha disimulado las exigencias de la pandemia, y la utilización de una legislación ideológica con el fin de evitar las fugas y trasvases de votos que suelen provocar la gestiones ineficientes o ruinosas. Pero el recurso a la prestidigitación política no es una opción imprescriptible.

Tampoco ha podido ser ajena a la decisión de cese la estrategia con el separatismo catalán. Prácticamente cualquiera ha podido percatarse que los mensajes cruzados entre el secesionismo de Cataluña y el Gobierno central son como el cuento de pan y pimiento, unos decían unas cosas incompatibles con las de los otros a la vez que sostenían una voluntad de entendimiento y vuelta a empezar, como en el cuento. Una imposibilidad teórica de llegar a compartir una propuesta como el cruce de dos líneas que discurren paralelas en el espacio. El desgaste que eso ha ocasionado al Ejecutivo es tan evidente que ni los más ciegos colaboradores presidenciales han podido dejar de advertir el destrozo causado. Esa responsabilidad, aunque la decisión sea de quien tiene el poder para en última instancia iniciar ese camino, no recae nunca sobre éste sino en quien musitó en su oído la idea.

El gran problema de Iván Redondo, como el de tantos cerebros ensombrecidos por los guiones de esas series de televisión ambientadas en el mundo de la política, es que ignora su propia realidad, la que lleva aparejada la naturaleza humana. Enredados en sus juegos de tronos valoran en exceso las circunstancias de su existencia, “esa materia bruta que tenía para la reventa, con la cual no sabía qué hacer…” (J.P. Sartre) y les impide sentir de vez en cuando la náusea que nos recuerda nuestra accidentalidad.

José María Sánchez Romera

 

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