El eclipse de Churchill / José María Sánchez Romera

 

 

El proceso de retirada-huida de Afganistán en medio de un caos absoluto protagonizado por los USA en estos días que ha forzado el del resto de naciones con presencia militar en aquel país, trae de nuevo a la actualidad la figura del premier británico Winston Churchill. Por evidentes motivos es el gran ausente referencial en estos días que la historia recordará como fatídicos. El recuerdo de su actitud ante la máquina de guerra más implacable conocida hasta entonces y lo presenciado en Afganistán esta semana produce consternación y vergüenza. Cuando estamos ante lo más parecido a una causa justa la épica se ha helado en las bocas y el parafraseo churchilliano ha hecho mutis por Kabul. Churchill movilizó los corazones con la palabra y fue capaz de enviarlos a resistir frente a la barbarie. A la hora de la verdad Sir Winston, tan obscenamente manoseado durante la crisis de la pandemia, ha desaparecido del lenguaje político justo cuando su coraje podía iluminar el camino a seguir y desde luego los afganos dejados a su suerte no podrán decir de los mandatarios actuales aquello que el político británico propuso a sus compatriotas: que ese fuera su mejor momento. Es muy revelador del funcionamiento de la psique humana y cómo se delata a sí misma en la impostura, nadie ha buscado ahora la inspiración en Churchill. Interpelados por la presencia real de la barbarie, se ha elegido el abandono, sin embargo, frente a los monstruos creados por la razón ideológica, insobornable compromiso ante a la nada. El tuit es la metamorfosis de la barricada, la resistencia se reduce a una conciencia autoconfortada. La mística combativa que se despertó en la pandemia se ha ido haciendo transparente hasta desaparecer en este trance, precisamente cuando podía encontrar algún sentido.

Pero si alguien por un momento piensa que todos esto ha sido el fruto de un error de cálculo es que no ha entendido nada. Hoy por hoy nuestra cultura occidental está dominada por unas élites que hurgan hasta lo metafísico en nuestras imperfecciones haciéndonos perder la confianza en los valores que nos han traído hasta aquí. El precipitado histórico que ha conformado hasta la fecha nuestra civilización y su desarrollo está siendo cuestionado a diario y las nociones de democracia y convivencia que hemos ido consolidando se presentan en sí mismos como inútiles formalismos que sirven de coartada a las injusticias y por tanto instrumentos odiosos al servicio de algunos privilegiados. Toda esa manipulación debería quedar en evidencia cuando comparamos nuestro modo de vida e instituciones con la suerte que espera a las mujeres afganas y en general a toda la población del país, ya de hecho y pronto de forma estructurada, sometidos a la égida de los talibanes.

A partir de lo anteriormente expuesto las decisiones del Sr. Biden resultan perfectamente consecuentes con los postulados actualmente imperantes en el primer mundo, son los valores que dominan los discursos oficiales, académicos y de los medios de comunicación más influyentes. Los principios del mandatario norteamericano no se han apartado del manual del perfecto intervencionista acomodado a las corrientes de pensamiento con influencia pública: adoptar decisiones superficialmente gratas a la mayoría sin atención a las consecuencias y carentes de realismo, para después echarle la culpa de los resultados a los demás. Es evidente que en estos tiempos no ha habido un Churchill, ni siquiera la mitad de él, y quienes están al frente del mundo no encarnan valores de resistencia democrática predominando en ellos un lenguaje acomodaticio (“en política, como dice Nicolás Sartorius, las palabras son “hechos”, tienen su propia densidad “física”…) que crea la cómoda ficción de estar siempre en el lado correcto de las cosas por el sencillo método de ocupar el más conveniente en cada momento, incluso los dos a la vez, sin que esto les cause el menor conflicto interno.

Es evidente que la democracia tal y como la entendemos en Occidente, o más bien se entendía en sus orígenes, no puede imponerse mediante la fuerza, pero en ocasiones la vida solo ofrece veneno, la inteligencia del dirigente político reside en elegir la dosis menos dañina. Al igual que las fronteras únicamente solo tienen sentido si se está dispuesto a impedir que sean rebasadas, la pervivencia de los valores democráticos no se sostiene con la deserción ante la dificultad y la concesión del beneficio de la duda a quienes ya han acreditado su condición de opresores. Nadie criticó a Roosevelt por declarar la guerra al Japón tras el ataque a Pearl Harbor, pero sí a Bush por eliminar el santuario terrorista que había en Afganistán tras el ataque a las Torres Gemelas que provocó el doble de muertos, todos civiles indefensos y pese a que la situación de las mujeres afganas era entonces la que nuevamente les aguarda. Pero es que en el lapso temporal entre ambos ataques se había ya consolidado una alternativa enfrentada al concepto clásico de democracia que propugna un confuso ideario basado en la redención de grupos sojuzgados cuya plena rehabilitación nunca termina con lo que se justifica una reivindicación sin horizonte. Occidente, por medio de ese tipo de concepciones antropomorfas, sería así heredero de un pasado de explotación sobre el resto del mundo del que ahora deben responder sus actuales habitantes, cuya única opción legítima es reconocer su culpa y pedir perdón de tal modo que incluso cualquier agresión que soporten tiene justificación en ese pretérito que, siguiendo la misma lógica perversa, hacía de todo noble francés merecedor de la guillotina. Por ello es perfectamente entendible que desde distintos ámbitos políticos no resulte nada incómoda, todo lo contrario, la condescendencia con el islamismo radical en la medida en que es considerado como un factor contracultural de los valores tradicionales de occidente y coadyuvante de gran utilidad en su deslegitimación en la medida que se imbrica en la estructura de víctimas de un pasado colonial traído al presente como función de una ideología basada en un nuevo orden que tiene como etéreo objetivo corregir las viejas injusticias infligidas contra los oprimidos.

La anáfora a la que recurrió Winston Churchill en el discurso pronunciado el día 4 de junio de 1.940 ante la Cámara de los Comunes (“lucharemos en los mares y océanos, lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire, defenderemos nuestra isla, no importa cuán alto sea el precio, lucharemos en las playas, lucharemos en los aeródromos, lucharemos en los campos y en las calles, lucharemos en las colinas”) y que precedió al “No nos rendiremos jamás” es el símbolo de un valor de acero ante un enemigo temible que estaba a escasos kilómetros de sus costas. Cuando hoy contemplamos al llamado líder del mundo libre balbuceando excusas y eludiendo responsabilidades por no haber sabido organizar ni siquiera un repliegue y evacuación con ciertas garantías del mejor ejército profesional del mundo, tenemos motivos para estar muy preocupados.

José María Sánchez Romera

 

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