Clement Atlee era un hombre menudo, gris y con poco atractivo político, pero este inglés nacido en el londinense barrio de Putney y líder del Partido Laborista Británico derrotó en las elecciones de 1.945 al héroe nacional del momento, Winston Churchill. A éste, sin que sea cosa segura, se le atribuye haber dicho en referencia a su oponente: «Frente al número 10 de Downing Street para un taxi vacío. Se abre la puerta y de él sale Clement Attlee”.
Salvador Illa no llegó a Cataluña en un taxi sino a bordo del coche oficial que corresponde al Ministro de Sanidad de España y como ocurrió con Atlee ha dejado a muchos boquiabiertos al comprobar cómo un político de aspecto casi exangüe ha podido obtener el triunfo en las pasadas elecciones catalanas. Un examen un tanto apresurado de la situación nos llevaría a pensar, aunque algo puede haber de cierto, que ese hieratismo monacal de Salvador Illa ha buscado actuar como sedante entre una buena parte de la hiperventilada sociedad catalana y de ahí se haya derivado parte del éxito que en política representa una buena cosecha de votos, fulminando en el acto todo examen crítico. Pero el interés del asunto y del personaje una vez que se aborda requiere algo más de profundidad.
Las sorpresas que salen de las urnas no son una excepción, hay muchos antecedentes que no es el caso relatar aquí, pero en Andalucía hace dos años cuando todo el mundo esperaba a Godot, llegó Moreno Bonilla al que los números le dieron para romper lo que parecía un fortín electoral inexpugnable.
La primera variable es la trabajada pócima política llamada Salvador Illa, pacientemente compuesta en el laboratorio de La Moncloa, un producto creado por la cohabitación entre el poder y la consultoría política de cámara. Esa impostada flema en los peores momentos, esos vaivenes e improvisaciones taimadamente disimulados de compostura, no han sido únicamente producto de la condición natural del ex ministro, sino de una estudiada estrategia de comunicación que cuenta además con ese moderno cañón Bertha de la comunicación llamado “relato” que se superpone a los hechos más elementales y a las conclusiones lógicas que de ellos se derivan. Illa ha constituido un éxito de la mercadotecnia aplicada a la política.
Todo en la vida está condicionado por las proporciones de tal manera que lo más grandioso o lo más modesto adquiere una dimensión relativa en función de aquello con lo que se compara. Parece poco discutible que el Sr. Illa no invoca el espíritu de ese Mirabeau al que Ortega yb Gasset admira en su famoso ensayo y hace improbable que, como el político francés, diga algún día a uno de esos socios arriscados con los que anda en coalición algo parecido a lo que Mirabeau espetó a Robespierre: “Joven: la exaltación de los principios no es lo sublime de los principios”. Actúa como una función imprescindible de todo lo anterior la ejecutoria de los partidos con quienes podía “a priori” entrar a disputar espacios comunes en la obtención de votos. Y es que ciertamente los ascensos-huida de los líderes de Ciudadanos en Cataluña y el ser o no ser del centro-derecha mientras contempla su propia calavera, han podido facilitar bastante el descarte del electorado en favor de su opción.
Dicho de otra manera y con ánimo puramente descriptivo: que alguien de apariencia tan neutra cotice tal alto en las preferencias del electorado no se explica sólo por su buena educación cuando hemos conocido tanta grosería impulsada al poder por la voluntad popular. De hecho, no todo es frialdad en el Sr. Illa, tiene sus imperfecciones y alguna vez sale a relucir una faceta de sesgo más autoritario, como ocurrió cuando dijo de la Comunidad de Madrid aquello de “la paciencia tiene un límite”. A raíz de lo cual se impuso por el Gobierno el estado de alarma en función de una incidencia acumulada que habiéndose superado después ampliamente por muchas comunidades autónomas no se ha aplicado a ninguna. Pero ya se sabe que Madrid es el “rompeolas de todas las Españas” como escribió Antonio Machado y usar contra ella hasta la desviación de poder si hace falta está plenamente justificado.
Cuanto se lleva expuesto justifica ampliamente el interés antropológico que el ser humano en cuestión y el medio en el que se ha desenvolver tienen para el observador interesado por el complejo mundo del poder. Puede incluso que un darwinismo aplicado al descubrimiento del origen de la especie política que dentro de cien años se ocupe de los asuntos públicos, encuentre en Salvador Illa el referente primitivo de los seres que, evolucionados hacia la impasibilidad más acabada, colonicen el estado del futuro o lo que sea que entonces sirva como institución para regular las relaciones sociales.
Sí parece una cosa clara: Illa no será el líder de la oposición si como todo parece indicar queda fuera del gobierno autonómico (al que llamaremos así recurriendo a una expresión convencional). El numeroso grupo parlamentario que lo respalda carecerá de líder a tales efectos y, tiempo al tiempo, será otro quien asuma esa función. La causa, que no efecto, llamada Illa sólo tenía sentido si era seguida del, aquí sí, efecto de la ocupación del poder. Frustrado ese intento, sólo queda el perfecto edecán al que corresponderá la penosa tarea de soportar, en sustitución del Gobierno Central, las intemperancias nacionalistas.
José maría Sánchez Romera.