El hombre líquido / José María Sánchez Romera

 

Al Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades Zygmunt Bauman debemos la idea de modernidad líquida, una modernización incesante que se constituye un fin en sí misma. Una modernidad sin proyecto definido en el que todo fluye de modo permanente para no volver ya nunca al estado sólido, que sería el fin de la transformación modernizadora hacia algo definible. Una situación de constante incertidumbre porque todo se mueve en cualquier dirección y adoptando cualquier forma como es propio de los cuerpos líquidos. Es un estado que ha invadido todas las facetas de la existencia y que ha dado lugar por lógica consecuencia a individuos líquidos que mantienen activas identidades paralelas a las que la contradicción no genera parálisis, al contrario, es el motor de su acción.

El Presidente del Gobierno Pedro Sánchez siempre ha recibido muchas críticas debido a sus cambios de posición respecto de asuntos ante los que había mostrado posiciones contrapuestas a las que ahora defiende. De inicio habrá de advertirse que se equivocan profundamente quienes hacen un análisis del personaje partiendo de sus carencias. Algunas de sus limitaciones para la gobernación son indudables, pero para la política goza de una cualidad imprescindible: conoce la debilidad humana por el poder y ante el poder, eso le hace fuerte. Pero sobre todo se identifica perfectamente con esta sociedad, impulsada por la idea de lo inmediato e identificada con el presentismo, pasado y futuro son irreales. Siguiendo esa misma tendencia, el Presidente del Gobierno no es que cambie de criterio, sencillamente fluye con la actualidad. No busca nada, no tiene punto de destino fijo, discurre como cualquier líquido con arreglo al momento que vive para no quedar atrapado en el anterior. No debe confundirse con el Zelig de Woody Allen. Zelig es un mutante, cada situación lo transforma en función de aquello que lo circunda, su identidad es sucesiva y distinta de la anterior, pero se hace sólido en cada una. Pedro Sánchez no cambia, su estado de liquidez es perpetuo, puede ser varias cosas a la vez, por separado o ninguna, se desliza por la realidad, nunca entra en colisión con ella, excepto cuando se enfrenta con algún inofensivo fantasma que él mismo inventa.

De alguna forma, y en mayor o menor medida, todos hemos asimilado la condición líquida, inmersos como estamos en una sociedad de esa naturaleza, se entiende la razón por la cual está al frente del Gobierno un hombre líquido, porque ha sido llevado por la mayoría de votos del conjunto (líquido por supuesto) de la ciudadanía. De los resultados que estamos obteniendo por haberlo llevado ahí puede que una nueva mayoría quede disuadida de votarlo. Pero de momento ha pasado del insomnio que le causaban ciertas compañías políticas a la plácida siesta que le proporcionan permitiéndole estar al frente del Gobierno. De tener una postura como Pedro Sánchez a otra como Presidente del Gobierno, en un desdoblamiento casi místico que impide advertir la menor contradicción. De suprimir el Ministerio de Defensa a elevar su presupuesto a cotas desconocidas en los últimos años. De pacifista convencido a compartir bandada con los halcones de la nueva Europa dispuestos a imponer a Rusia una paz cartaginesa. De repetir que no pactaría con Bildu el doble de veces que San Pedro negó a Jesucristo a tenerlos como sólidos aliados parlamentarios. De despreciar a la oposición a proponerle políticas y pactos de estado ignorando a parte de su propio Gobierno. De centralizar todo el poder a cogobernar cuando las decisiones que deben tomarse puedan afectar a su popularidad. De rehuir las relaciones internacionales a cultivarlas denodadamente como expresión de desdén hacia las miserias partidistas de la política interior. Y después de todas esas mudanzas, en su continuo fluir, volver a la posición inicial como si nunca se hubiera marchado, convertido en el hombre que nunca estuvo allí.

 

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