El juego de los espías / José María Sánchez Romera

 

Lo peor de todo lo ocurrido con la cuestión del mal llamado espionaje es la frivolidad con la que tanto el Gobierno, el independentismo catalán con su melodramática denuncia, como la mayoría de los medios de comunicación han afrontado el asunto. Ya el marco de comprensión creado por la palabra espionaje, que nos lleva indefectiblemente al mundo de la ficción literaria, resulta una completa distorsión. Guiados por esa lógica todos los ciudadanos estaríamos siendo constantemente espiados, de forma menos noticiable, pues nuestras actividades, desde aparcar el coche, hasta una pequeña reforma de nuestra vivienda, están sometidos a la vigilancia de la administración para ser eventualmente traducidos en tributos y sanciones diversos si no se respetan los miles de normas que ordenan nuestra existencia. Estado es un concepto de poder que ha alcanzado una perfección evolutiva casi darwiniana y, llevado a determinados extremos, puede acabar por no reconocerse en los fines que dicen justificarlo.

El Estado se encuentra presidido por la idea de autopreservación, todas las normas que se dictan, sea cual sea el grupo que en cada momento lo dirige, y aunque unos sean más intervencionistas que otros, no obedecen a otro designio que, al mantenimiento de su materialización, como territorio y como sistema burocráticamente articulado, que se representa simbólicamente de distintas formas. El Estado es la abstracción que legitima el poder que se ejerce en su nombre y se protege mediante normas que representan un claro desequilibrio a su favor frente a las que tutelan al ciudadano. La “jibarización”, legal y práctica, de nuestros derechos, señaladamente a causa los modernos sistemas de control por medios informáticos, no ha hecho más que incrementarse.

En el fondo la cuestión por la que discuten sus protagonistas con relación a este asunto no es que los estados, nuestro Estado, actúen, sino que lo haga contra ellos, puesto que cuentan en sus respectivos ámbitos de poder con normas cuya existencia obedece a la idea de garantizar el predominio de las estructuras de poder que los partidos aspiran a dominar el mayor tiempo posible. Desentendiéndose de ese factor, la queja se ha hecho general dentro de la mayoría parlamentaria que respalda al Gobierno, presentándose como víctimas de principios que elevan la razón política del poder por encima de cualquier otra, siendo ellos quienes los propician, incluso como cuestión ideológica. Aún se conservan frescas en la memoria, bajo el pretexto de la pandemia, las referencias constantes a la superioridad del valor de lo público frente a los derechos individuales y el sometimiento de éstos mediante la invocación del interés general. En ese saco fabricado para albergar la preeminencia de lo colectivo se incluye el que se quiera considerar admisible vulnerar derechos fundamentales apelando al interés del Estado, al margen de cuál sea el motivo último, simplemente porque existen los mecanismos y utiliza la justificación teórica que lo hacen posible. Los enemigos de la sociedad abierta son los menos indicados para la crítica.

Por todo ello un aparato tan sofisticado de poder no puede estar bajo el control y la manipulación de quienes no dan la sensación de comprender que han recibido el destilado de cientos de años de experiencia en los que fracasos y éxitos han moldeado muchas pautas de acción eficaces acordes con los fines que se le encomiendan. Utilizar una parte esencial para la supervivencia del Estado, el C.N.I., como señuelo político es mucho más que una torpeza, demuestra el alto grado de insolvencia en la toma de decisiones que revela el no haberse planteado antes de actuar las múltiples implicaciones que tiene esta materia. De manera muy fundamental para los estados con los que se mantienen intereses estratégicos comunes. Desde el exterior observan cómo asuntos tan críticos son utilizados como argumento en el debate político más pedestre, luego no nos debe sorprender nuestro extrañamiento de los foros donde se toman decisiones trascendentales.

En última instancia la situación que se nos presenta es un retablo de incoherencias que ni la sobreactuación de sus protagonistas puede ocultar. Los que han criticado al Gobierno son quienes lo han investido y critican la arbitrariedad de vigilar al independentismo que es la misma que los indultó frente a cualquier recta aplicación de las leyes que lo permitían. Al mismo tiempo el Gobierno se empeña en mantenerse a flote con el bloque de hormigón en los pies que representan quienes deben sostener al Gobierno que tiene que defender al Estado que algunos de ellos, especialmente el independentismo, tienen como objetivo derribar. La realidad es que todos participan en un juego cuya regla consiste en hacerse trampas unos a otros porque son votos y poder lo que en cada envite dilucidan. Nunca ha sido, ni podía ser, un programa de gobierno y sus consecuencias cada vez son más perceptibles.

 

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