Hace unos días se abrió la discusión sobre la nueva subida del salario mínimo interprofesional para paliar el efecto inflación uno de cuyos causantes es el propio Gobierno. La masiva expansión del gasto vía impuestos y deuda pública hasta ahora generosamente adquirida sin intereses por el Banco Central Europeo, son los responsables de la explosión inflacionista que padecemos al incrementar la oferta monetaria, unas decisiones que pagan los ciudadanos. Puede comprenderse que en la pandemia se recurriera a las medidas de excepcionales (adoptadas con gran placer intervencionista) pero ello debió llevarse a cabo con proporcionalidad. Lo que se hizo fue inundar la casa para apagar el fuego en una habitación.
Las subidas nominales de salarios se usan como un señuelo y no sirven para paliar el pillaje que en la capacidad adquisitiva causa la inflación. La prueba de que no es la solución la proporcionan el Banco Central Europeo y la FED americana que tratan de controlar la inflación mediante la restricción de la oferta de dinero subiendo los tipos de interés, lo que es decir lo que ya se sabía, que la inflación es un fenómeno monetario y que pese a saberlo no se ha obrado en consecuencia. Ahora sube el coste de los créditos y el empobrecimiento que eso provoca cae sobre la sociedad que paga en recortes generalizados la fiesta indiscriminada de gasto. Macron dice que se ha acabado la era de la abundancia. Nunca la hubo, a lo que llega su fin es al derroche de los gobiernos, que han convertido en deuda una gran parte de la riqueza futura. Para disimular el desastre se promueven subidas nominales de salarios, una idea de Keynes, cuya fantasmal presencia ha dominado de nuevo la economía con el éxito que ahora estamos comprobando, que utilizaba como justificación, poco científica, que como los sindicatos no estarían nunca dispuestos a bajar los salarios era más fácil dar moneda devaluada en mayor cantidad, aunque en realidad se esté perdiendo poder adquisitivo, ya se arreglaría eso, decía, con el crecimiento de la demanda. El argumento es falso y tramposo, pero en términos prácticos no iba nada descaminado.
En todo caso, la pregunta obligada es qué se debe entender por salario justo. ¿El que diga el gobierno, el que exigen los sindicatos, el que fije la patronal, el que negocian entre todos ellos? Partiendo de que los aspectos circunstanciales que determinan cada tipo de salario resultan esenciales para fijarlos, la única postura razonable es que se negocie libremente entre el que prestará su trabajo y el que lo paga. Las necesidades salariales en un pueblo son distintas que en una capital. Las posibilidades de pago de un modesto autónomo difieren de los de una multinacional. La peligrosidad heterogénea. La rentabilidad marginal de cada tipo de empleo es desigual. La homogeneidad es por tanto injusta y dado que los salarios en un mercado en (más o menos) libre competencia, son negociables y no contratos de adhesión, parece lo más aconsejable. Por fortuna en esta parte del mundo no vivimos en sociedades famélicas donde se acepta cualquier cosa para comer, existe cobertura social y hay oferta laboral que queda sin cubrir. El sobrentendido que atribuye al empleador una maldad casi congénita que tiende a remunerar de forma mísera a sus empleados responde a prejuicios ideológicos y omite considerar que el empresario necesita calcular costes, que puede conocer aproximadamente, y prever ingresos, que son inciertos, equivocarse es su ruina y con ella la pérdida de los empleos. Los salarios forman parte del sistema general de precios, su intervención política lo que genera es la descoordinación del mercado, en los países nórdicos, considerados por muchos economías ejemplares, no existe el salario mínimo y tienen mucho menos que España. Un precio político al alza del salario genera un efecto de segunda vuelta traducido en subidas generales de precios y el efecto de la mejora quedará absorbido.
Los salarios mínimos, los salarios promedio de los totales, etc., constituyen una ficción económica cuando de lo que se trata es de analizar las verdaderas causas que conducen al paro y la consiguiente pérdida de recursos que permiten una vida digna en consonancia con la sociedad en la que se vive. La tendencia a poner precios oficiales a las cosas por parte de los gobiernos, nunca ha funcionado y da lugar a sistemáticos desajustes entre oferta y demanda que agravan los problemas que se dicen resolver. Establecer por decreto salarios que, o no podrán pagarse y serán causa de desempleo, o incrementarán los costes generales de producción, no sirve de nada.
En realidad, solo por razones políticas o ideológicas se justifica que existan salarios intervenidos. En una economía en la que el trabajador puede pactar el precio que quiera por la adquisición del cualquier bien sin necesidad de que el gobierno le ponga un asesor que lo guíe para buscar la mejor oportunidad de mercado, no tiene sentido, si se piensa bien, esa particular tutela, ya que el empleado está perfectamente capacitado para negociar sus condiciones como lo hace en otros ámbitos de la economía y al final oferta y demanda fijarán los límites a partir de los cuales no se encontrarán trabajadores. Incluso si asumimos el supuesto del empresario explotador, éste no podrá bajar de ciertos niveles si quiere seguir obteniendo beneficios pues deberá competir con otros que estén dispuestos a pagar mejores salarios en su sector, viéndose abocado a cerrar. Unos precios al margen de las condiciones particulares de empresas y trabajadores no pueden atender el mutuo interés de pervivencia y remuneración. Su descoordinación implica pérdida de empleos e impondrá cargas presupuestarias para subvenir las necesidades de los parados. Es el propio mercado laboral el que encuentra conforme a unas circunstancias siempre cambiantes su mejor nivel de equilibrio. Muchos critican el libre mercado y sin embargo lo que vemos cada día es que nadie va allí donde no existe o no funciona.