Allá por los albores de los 60 del siglo pasado, en plena exaltación de la estabilidad alcanzada por el régimen del General Franco, un hiperbólico falangista llamó a los veinticinco años de la España de postguerra “el pentalustro de Poliorcetes”. La anécdota está recogida en el libro de Gregorio Morán Adolfo Suárez: historia de una ambición”, una obra cruel con el ex Presidente y fronteriza con el libelo. Demetrio I, llamado Poliorcetes por su capacidad guerrera para expugnar ciudades, fue Rey de Macedonia. Esta semana el Presidente del Gobierno nos ha prometido un inquietante hexalustro lleno de visionarios cambios en la forma de vivir que hasta ahora hemos conocido.
Manipular el pasado es una tentación a la que no escapan algunos políticos debidamente asistidos por historiadores de cámara convenientemente recompensados desde la munificencia del poder, porque es una forma de dominar el presente. Jugar con los hechos pasados y el tiempo (ese viejo cabrón) para predecir lo que será el futuro ya lo intentó Marx y erró de forma evidente, tanto que Lenin lo corrigió para decir que la revolución no se espera, se provoca. Karl Popper en su “Miseria del historicismo”, denunció que la pretensión de crear leyes históricas no pasaba de ser la formulación de profecías sin más fundamento que una teoría a la que se aportan para su conformación los elementos que la corroboran, desdeñando de forma deliberada los que puedan cuestionarla. Frente a la necesidad de una sucesión fáctica para la noción de tiempo, merece la pena recordarse las palabras de Manuel García Morente (La filosofía de Kant, página 55, Austral, 1976) cuando escribió que “podemos muy bien imaginar la sucesión sin sucesos, el tiempo pasando y pasando sin que nada ocurra, la eternidad inmóvil”. Pedro Sánchez se ha rebelado frente a la intrínseca autonomía del tiempo respecto de los acontecimientos y ha llenado nuestro futuro de hitos respecto de los que afirma la seguridad de su advenimiento. Lo cierto es que si se analizan sus vaticinios, lo que ha hecho, sin querer, ha sido advertirnos.
Desde la explosión mundial que ha significado el coronavirus, los vientos totalitarios no han dejado de soplar. Con la excusa de la pandemia, surgida en un régimen totalitario como el chino, se nos ha querido convencer que nuestra seguridad solo puede estar garantizada mediante un estado con amplias e ilimitadas esferas de dominio social. Un estado intervencionista que tutele a la sociedad mediante el manejo de una gran mayoría de los recursos económicos a cambio de proporcionar, supuestamente, una existencia despreocupada. No se conoce régimen en que la hipertrofia burocrática haya aportado prosperidad y mejores condiciones de vida a las personas, pero esa es la idea y la propuesta que desde la parte ahora más significativa de la izquierda se hace. Sin embargo, la experiencia nos dice que la generalización y el obligado recurso a los servicios públicos tienen como efecto más visible las interminables colas de espera para ser atendidos.
Pasamos por alto como no puede ser de otra forma el carácter eminentemente propagandístico del escenario imaginado para el año 2.050, algo que no se oculta ni al propio impulsor de la idea. La pretenciosidad del proyecto nos ilustra sobre la grave conmoción causada por las elecciones en la Comunidad de Madrid, desafiando con su opuesto lo que los votos han expresado. Purgado pues del análisis el factor propaganda, lo que procede examinar no son las propuestas que hizo el Presidente del Gobierno, mal llamadas medidas porque no lo son, sino lo que el conjunto de elucubraciones salidas del megalómano esfuerzo intelectual del proyecto nos indica.
En esencia el Sr. Sánchez nos dijo que vamos a pagar impuestos hasta la náusea, a comer una especie de carne sintética, a trabajar menos horas, pero jubilarnos más tarde (lo que resulta bastante contradictorio), a viajar según determinadas condiciones, vivir conforme parámetros que determinarán los poderes públicos en función de las circunstancias de los diferentes grupos sociales e incluso el número exacto de inmigrantes que cada año deben venir a España siguiendo seguramente uno de esos esotéricos esquemas de equilibrio que los economistas crean desde hipótesis numéricas cuya única fuente de certeza son sus propias mentes.
Pero lo trascendente no es lo que concretamente ha dibujado como futuro el Sr. Sánchez que de seguro será otra cosa, y aquí está la advertencia, lo grave es lo que inspira esa visión del porvenir. El de una sociedad mediatizada, dirigida e intervenida por el poder político que le va a decir qué comer, dónde vivir, en qué medios viajar y cuánto del producto de su esfuerzo le va a quedar supeditado al fatuo designio de unos dirigentes que se conceden a sí mismos la facultad de saber qué es lo mejor para el resto de las personas al margen de lo que éstas puedan pensar. Equivocarse en las previsiones es lo de menos, la importancia está en que existe un pensamiento que trata no de encauzar la naturaleza humana sino de cambiarla privándola de su libertad para elegir. Es la contraposición laica con una moral religiosa integrista, se impone la salvación espiritual o material, según el caso, por los caminos que el poder impone.
José María Sánchez Romera