Pertenece al porfolio «El Altillo» que se presenta con la exposición Limites el 16 de junio
Yo, perdonadme, nací en El Altillo (Fragmento de “Cosas que nunca sucedieron”)
El paseo de El Altillo viene y va en estas memorias del siglo XX, porque por él van los chicos y chicas de cuando entonces. Ahora los chicos no van ni vienen, pues que se instalan bajo esos mármoles estatuarios y kitsch del ajardinado y le pegan a la litrona, al porro, a lo que sea.
Yo en ocasiones veía muertos por El Altillo. Pero es que en ocasiones veo también muchas cosas que no cuento. Los muertos es una cosa natural que aparezcan a lo espectro en Shakespeare o Zorrilla; pero mis muertos se me aparecían más Fellini; o sea, que debo mezclar mi experiencia memorable de niño con lo cinematográfico de después y el recuerdo es una coctelería fúnebre donde me aparecen muertos a lo Amarcord.
Yo, perdonadme, nací en El Altillo y por eso de doncel me tuteaba con él y sus muertos. Los muertos de El Altillo, al menos aquellos que yo trataba, vienen del XIX, que fue un siglo que en Almuñécar tuvo mucho empaque por el natural Seijas Lozano, que fue ministro y del que se dijo fue hasta amante bandido de Isabel II, y algún que otro exiliado; pues que la fortaleza de Almuñécar y sus moros impusieron la marca de destierro a esta plaza. Almuñécar, y a lo mejor por ese carácter de olvido, es muy de transito en eso de venir y perderse apellidos; y deben ser contados, por pocos, los que quedan de la repoblación tras la llamada Reconquista, pero también se van perdiendo algunos más recientes. O sea, que en esas ocasiones en las que veía muertos, me perdía mayormente con la cosa de los nombres, pues que los había que no me eran familiares. Aparte, que El Altillo ha sido como un paseo escaparate para los alcaldes, que siempre lo han cambiado mucho de aspecto y género, y eso confundía bastante mis diálogos con el más allá.
-Usted, señora, de qué año es.
-De cuando el cólera.
-Pues va usted muy aligerada de ropa.
-Es que lo que tenemos las difuntas de eso es que nos quemaban la ropa, por el contagio mayormente.
-Y tú, niño, ¿de quién eres?
-Yo de por aquí cerca, es que se me ha perdido un coche rojo de juguete por algún arriate y no lo encuentro.
-Pero, ¿tú estas muerto?
-No, es que en ocasiones les veo a ustedes. Son cosas que me pasan.
-Ya te encontraba algo raro, pero pensaba que eras del grupo ese que hablan de una fuente con una ninfa y la sombras fresquita de los plátanos en verano.
-Esos serán muertos más recientes y servidor (decía yo en redicho) solo converso con muertos del XIX o anteriores. Pero, ¿de qué época es usted?
-Uff…, entonces, rey mío, esto era una explanada de tierra a la que llamábamos la puerta de la mar. Precisamente por esa puerta árabe que está detrás de nosotros.
-¡Pero si eso es una entidad bancaria!
-Eso será lo que ves, mocoso; pero las difuntas de mi época vemos lo que hay que ver, que para eso hemos visto mucho.
-Pues no sabe lo que se vio después y lo que se ve ahora
-Y tu qué sabes, si estás vivo, doncel. Cuando una está muerta se ven más cosas.
A mí, que una muerta de los tiempos del cólera me llamara doncel me gustaba mucho. Y siempre que me tocaba la ocasión de ver un muerto árabe, judío, cristiano o del tiempo de los franceses preguntaba por aquella señora algo polvorienta en sus velos podridos. Y eso, y todo, a que a las muertas de este jaez hay que tratarlas con algo de distancia, pues que se ponen de conversación y no hay quien las pare en la defensa de aquel paisaje donde vivieron y en los recuerdos. Y es que a los difuntos les pasa mucho defender su nostalgia, su época y su cólera. No son nada hegelianos en el sentido de que todo parece pasar y nada permanecer y mucho menos goethianos en aquello de que todo lo domina un ser mudadizo que en nosotros muda. Ellos, mejor que nadie, deben saber de mudanza, pues han hecho la segunda más trascendental de este mundo: la de irse para siempre. Pero a lo que importa, que la muerta de sudario ligero y polvoriento me llamaba doncel, rey mío, mocoso, y a mi se me olvidaba lo de mi coche de juguete y seguía de palique con la martinica aquella hasta que la tata, algo amoscada de temores sobrenaturales, me reprendía por mi soliloquio de niño raro. Luego en casa, mi madre y mi abuela abroncaban mi parloteo con muertos, ya que las tatas duraban lo que servidor en encontrar difunto en El Altillo con quien conversar, que solía ser a diario.
Así, me fui haciendo una fama de niño introvertido y extraño. Una leyenda de romántico y gótico, que se me quitó, o me quitaron, cuando el sexto sentido me caducó y por más que los buscaba no veía un paisano muerto por ninguna parte. Doña Manuela, que era una vecina y la más vieja que recuerdo en mi biografía, decía que eso les pasaba a muchos niños solitarios y que se llamaba el amigo imaginario, y que lo que necesitaba era tratarme con más niños de mi edad y con el tiempo se me pasaría. Pero siempre he sabido que no era yo quien los buscaba, y sí ellos quienes salían al paso hasta que un día se hartaron de aquel niño, he dicho redicho, y no me aparecieron más.
Ya digo, que El Altillo me gustaba, pero, aparte por mis contactos con el más allá, por las ferias de verano, cuando a un lado y otro del bulevar central se instalaban puesto de turrón, de tiro o aquellos que escondían entre el serrín que contenían sus bateas bisutería barata similar en brillo a los tesoros de los libros de aventuras. No he entendido nunca aquello del serrín, pero alguna explicación debía tener. Y ya que los espectros me habían abandonado, me entregué a indagar sobre los feriantes, cuyas vidas me parecían prodigiosa en su ir y venir entre dulcerías y joyones de La Isla del Tesoro. Pero eso , si lo cuento, será otro día.