Será difícil encontrar mejor definición para el ambiente creado en torno al discurso navideño de este año de Su Majestad el Rey de España que el de trampa saducea, es decir, el planteamiento de una disyuntiva en la que cualquier opción que elija deja en posición comprometida al interpelado. Si el Rey condenaba los actos de su padre los detractores de la Monarquía habrían dicho que había reconocido sus delitos, si no decía nada, que los ocultaba y en consecuencia se convertía en amparador de los mismos. En todo caso, y este es el meollo de la cuestión, republicanos y separatistas no habrían dejado de ser antimonárquicos con ninguna de las alternativas posibles, con lo cual plantear qué opción era la más correcta no pasaba de ser una vulgar celada. Si la respuesta no va a cambiar los planteamientos iniciales para qué se reclama. Si el antimonarquismo, como dicen que dijo Borges, tiene todo el pasado por delante, no necesita por una elemental coherencia mejorar el futuro de algo que detestan.
La confesión pública de las faltas y consiguiente penitencia del pecador es propia del cristianismo más primitivo y anterior en la historia de la religión católica a la llamada confesión auricular, privada con el sacerdote, que es lo que todos conocemos en la actualidad. En cualquier tesitura imaginable, el reconocimiento público de una transgresión, moral o legal y que es intransferible en tanto que personalísimo, tiene que llevar implícito, y ello es tradición secular, algún tipo de perdón por renunciar el culpable de antemano a su defensa, perdón siquiera sea parcial, ya que la admisión abierta de los yerros se convierte en un modo de expiación y entraña una especie de ahorro social al hacer innecesaria la demostración de un hecho que podría quedar impune en el curso de un proceso. Ahora bien, si la confesión pública hecha con ánimo de enmienda y colaboración para que se restablezca el derecho sólo sirve para seguir señalando al culpable con igual reproche que si se llega a su condena tras una prolija investigación, resulta cínico esperar que el acusado se preste a garantizar su propia lapidación. ¿De qué sirve confesar si ello se usa para ratificar la culpabilidad previamente atribuida?. La mayoría de los ordenamientos jurídicos reconocen a la confesión efectos lenitivos en el castigo que haya de aplicarse al culpable. Traducido políticamente todo lo anterior: si la institución monárquica debe padecer descrédito haga lo que haga, la elección es obligada hacia aquello que no contribuya directa y gratuitamente a su erosión porque no le dejan otra elección.
Pero si lo anterior en un plano teórico nos lleva a la conclusión expuesta, las bases de hecho no nos conducen a lo que se ha pretendido desde el republicanismo y el separatismo. En primer lugar porque quien no ha cometido ninguna falta no tiene que pedir perdón. En segundo lugar, y por exigencia de lo anterior, sólo el autor del delito puede confesarlo. En tercer lugar, porque las instituciones no delinquen, las leyes se contravienen por las personas. Si tales pretensiones inculpatorias se extendieran por definición de lo personal a lo orgánico, puede que a estas alturas no quedaran en pie muchas entidades públicas y privadas en España. Sin embargo, lo más grave y trascendente es que se quiere trasladar el peso de una responsabilidad, si prescindimos del trámite judicial para su demostración, a quien no es autor de conducta reprobable alguna, con lo que tal pretensión responde a pulsiones abiertamente inquisitoriales que no justificarían ni los más elevados objetivos políticos.
Pero si para el republicanismo sus aspiraciones no por legítimas dejan de estar jalonadas por el fracaso con el que han escrito la historia, en lo que toca al separatismo, la cuestión se ofrece a caballo entre lo trágico y lo cómico, lo trágico por causa de la ruina impuesta a una región próspera por unos aventureros políticos bastante ayunos de escrúpulos y lo cómico por la inconsecuencia del discurso que sostienen queriendo hacer valer una cosa y su contraria en función de sus más turbias conveniencias. Los herederos políticos del Sr. Pujol, al que se debe respetar, como a todos, su presunción de inocencia, no han pedido perdón a nadie por el comportamiento de su causante ni por el que judicialmente les ha sido ya acreditado; ni han renunciado, al contrario, a vulnerar las leyes que quebrantaron en octubre de 2.017, ni consideran tener en cuenta a la mitad o más de los catalanes que no son partidarios de la independencia, hablan por todos pero solo para sus partidarios. Con tales antecedentes se hace muy difícil tomar en serio la honradez de sus afirmaciones, más allá de que sí se debe considerar la gravedad de los efectos que los actos puedan causar si llegan a materializar lo que han anunciado con reiteración después de la fallida proclama independentista.
En otro orden de cosas, las pretensiones de quienes postulan una república, nunca dicen de qué tipo, carecen de todo fundamento constitucional. El Rey de España reina, pero no gobierna, según la ya clásica fórmula de Thiers, y en consecuencia las palabras que habitualmente pronuncia sólo tienen como referente el ejercicio de una representación simbólica que forzosamente excluye las pugnas políticas partidarias. Ello es así hasta el punto de ni siquiera poder defenderse de los que le atacan aunque considere que lo hacen de forma injusta. Es la lógica que impone el papel constitucional que se le atribuye y ante el que se debería considerar la justificación moral de incluir en la refriega política a quien la ley por hacerlo inviolable, le priva también de su libertad de expresión. Vaya lo uno por lo otro, pero por eso todos, incluidos los republicanos, en justa reciprocidad, deberían aceptar lo uno y lo otro.
Por desgracia, y no sólo en España, la política está orientando su ejecutoria hacia un consecuencionalismo que trata de arrumbar los principios en lugares donde no puedan ser ya recordados. No todas las consecuencias que se consideran legítimas habilitan los actos que tratan de llevar a aquéllas, porque el fin no justifica los medios. Son los principios los que deben guiar las acciones que conciernen a la cosa pública porque además hacen previsible la conducta del poder. De otro modo el resultado que sale periódicamente de las urnas no es más que un trámite que habilita el ejercicio de un poder arbitrario desentendido de los compromisos contraídos con el cuerpo electoral. Los principios pueden ser distintos en cada formación política, pero su ausencia sólo responde al manejo utilitarista de cada situación en exclusivo beneficio de las élites que detentan el gobierno. Lo anterior no obsta en modo alguno el hecho de que, por un cambio sustancial de circunstancias, pueda plantearse con carácter plebiscitario un nuevo modelo de estado, del mismo modo que aspectos mucho menos accidentales para el interés público como podrían ser el sistema tributario, los poderes del estado para condicionar la vida de las personas o el número de organismos oficiales que la ciudadanía está dispuesta a sufragar, se sometieran también a consideración con el fin de adoptar las normas y decisiones acordes con esa misma voluntad popular a la que se apela para proclamar la República. La soberanía nacional no puede quedar circunscrita solo a un solo asunto si realmente se cree en ella.
El control político y la crítica son inherentes al sistema democrático y requisito imprescindible del ejercicio de la libertad en su sentido más amplio. Pero en este momento de zozobra nacional en el que los problemas de la población son en muchos casos la subsistencia y búsqueda de algo de esperanza en el futuro, el debate sobre la representación del Estado no es un tema prioritario y menos si se suscita auspiciado por el señalamiento de un falso culpable. Si mañana se proclamara la República no desaparecerían ni nuestra deuda nacional, ni los graves problemas de todo orden que nos aquejan, independientes y ajenos a la forma de Estado vigente, cualquiera que sea quien lo haya encarnado.
José María Sánchez Romera