Historias paralelas / José María Sánchez Romera

En el estudio de la historia, la perspectiva diacrónica es la más habitual, la que trata de mostrar la evolución de los hechos a lo largo del tiempo. Sin embargo, en muchas ocasiones, la historia, construida a la postre por una común naturaleza humana, se sincroniza consigo misma, repitiéndose.

España vivió en 1.917 una de sus más graves crisis políticas que actuaría como preludio de dos décadas convulsas que llevaron al país a una cruenta, como todas, guerra civil. El desgaste de los partidos del llamado turno pacífico, conservadores y liberales, sus excesivas intrigas y la división creada por la Primera Guerra Mundial entre aliadófilos y germanófilos, empujó con fuerza hacia el deterioro institucional. Las ondas que proyectaba hacia el exterior la incipiente revolución rusa de febrero de ese año animaba a todos sus homólogos, incluidos los españoles, a emularla en colaboración con otros actores políticos que, por distintas razones, y cada uno con sus objetivos, pretendían abrir un proceso constituyente al que se pretendía llegar incitando huelgas políticas y motines, para mediante las reformas que se fueran alcanzando usarlas como pasos intermedios hasta completar el teorizado proceso histórico revolucionario.

Pese a todos los intentos no se consiguió dar inicio a un período constituyente y menos aún a la superación de la legalidad por la vía insurreccional para acceder a una situación que la suplantara. No obstante, y hasta la Dictadura de Primo de Rivera, los gobiernos fueron inestables, faltos de un criterio homogéneo, donde ya no era posible distinguir a la mayoría de la oposición y la responsabilidad de cada partido en la toma de decisiones. Las Cortes no desarrollaban una labor congruente fruto de una acción ejecutiva sistemática y ordenada. De ahí se llegó a la Dictadura y de ésta, tras un breve intervalo de dos años de inestabilidad, a la proclamación de la Segunda República cuya idealización solo es posible concebir desde el desconocimiento o la tergiversación de su infausta trayectoria y trágico desenlace.

En la actualidad encontramos notables similitudes con aquellos acontecimientos: una guerra que afecta a nuestra posición política en el mundo, provocadora de disensiones entre los grupos que forman el Gobierno que agrava las lacras de nuestra economía. Junto a ello una “mayoría” parlamentaria que se agrieta a cada momento y no permite una gobernabilidad con un mínimo de consistencia. Ante los desafíos de una situación que requiere grandes dosis de responsabilidad, pragmatismo y perspicacia política, se nos ofrecen grandes dosis de ideología a falta de mejores respuestas sobre las cuestiones que condicionan la cotidianidad de la inmensa mayoría de los españoles. La ideología a cualquier precio no solo es antidemocrática, sino que se enfrenta a la razón porque un prejuicio nunca será capaz de entender o asumir la realidad. Pero ya se sabe que no hay que abandonar una buena teoría por el simple hecho de que sea falsa.

Así las cosas y pese a que los ciudadanos están preocupados por los precios, su trabajo y las repercusiones de la guerra en curso, dicho de otro modo, si lo que viene es un aumento de las turbulencias sociales y económicas, en el guión gubernamental solo hay sitio para el “gâchis” político. Desde convertir a los servicios de inteligencia en mercancía de escaparate, a ese hallazgo fisiológico llamado “menstruación”, pasando más recientemente por la agitación en torno a la visita del ex-Rey al que es su país (cuya presencia causa en algunos más escándalo que vitorear a criminales excarcelados, lo que confirma el carácter personalísimo de la ética), todo cuanto debiera ser cursar con la normalidad que corresponde a la naturaleza de cada cosa puede ser utilizado para darle un desmesurado nivel de notoriedad pública. ¿Estrategia?, sí, en parte, porque hay una razón complementaria: elevar el nivel del debate anegaría tanta mediocridad refugiada en una ampulosa verbalización de lo obvio y lo inane.

En todo esto, no obstante, hay un trasfondo que no se debe olvidar, la subversión total o parcial, cada uno de los impulsores marca la intensidad que cree convenirle, del sistema mediante el socavamiento persistente de la legitimidad por la supuesta falta de fundamentos democráticos en algunas instituciones del Estado. Es la parte sustancial en que la trata de avanzarse con el fuego de cobertura que dan esos otros asuntos. Cuando nuestro problema son las innecesarias dimensiones de nuestro estado fruto de un creciente intervencionismo, desde el rupturismo que apoya legislativamente la acción de gobierno, se controvierten las instituciones básicas y por consiguiente las que resultan imprescindibles para la democracia, “la democracia”, porque lo que conocemos como otras democracias no son tales. Monarquía parlamentaria, fuerzas de seguridad y poder judicial son sometidos de manera constante a test de legitimidad que llevan tramposamente implícita la de quienes los realizan, pese a que ambos comparten un mismo origen, la Constitución, lo que debe ser un hito más en la llamada discriminación “positiva”, ese innovador logos con el que se pretende alcanzar la igualdad desde la desigualdad.

Aunque no hay que distraerse en exceso con la incoherencia del discurso, es un medio como cualquier otro para alcanzar los objetivos.

 

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