La Batalla Cultural / José María Sánchez Romera

 

Lo que se entiende por batalla cultural va más allá de lo que delimita el debate electoral de cada época. Las citas electorales vienen marcadas por puntos de discrepancia que tienen que ver más con lo inmediato de la situación y los mensajes que los estrategas de los partidos recomiendan en función de lo que la secuencia de las encuestas va dando. La batalla cultural está referida a los conceptos, ideas y valores que se asumen socialmente como buenos o malos en función de los mensajes que a través de los medios de comunicación y, en esta época, también por el conducto de las redes sociales, se difunden. La importancia de ese sustrato moral que se sedimenta en eso llamado conciencia colectiva determina los mensajes políticos y su éxito. En la medida en que las formaciones consiguen que se asuman como válidos sus postulados ideológicamente más genuinos será más fácil que se perciban como positivas sus propuestas electorales.

Pero no hay que confundirse, la batalla cultural, aunque en el plano teórico parezca operar sobre el contraste de los valores que cada cual propone como deseables para ser convertidas en normas de convivencia social, tiene en estos tiempos mucha más relevancia en relación con la verdad. Quiere decirse que el problema reside en si la ficción ideológica va a funcionar a modo de hecho, actuando sobre la percepción de lo que se debe considerar como positivo o necesario. Se trataría entonces de conseguir que el discurso público opere sobre realidades más allá de las premisas teóricas que cada partido o grupo promueva. Por eso la batalla cultural empieza en el lenguaje que se emplea, evitando que sea envoltorio de una nada ajena a la realidad que la precede o que se anuncia. Eso lo que fundamentalmente implica es cómo se va a percibir o qué trascendencia se le va a dar un mismo hecho en función de quien lo lleve a cabo. Arcadi Espada en su magnífico libro recopilatorio “La verdad” lo explica de forma admirable a partir del antinacionalismo que intelectualmente lo agita, aunque algunas veces se desvíe acuciado por el socialdemócrata que es.

Este viernes alcanzaba gran eco mediático el escándalo que se ha suscitado por el cobro de una plusvalía millonaria de un mediático miembro de la nobleza. La fuerza de esta polémica no reside en el hecho sino en el protagonista, porque hay muchos contratos que han favorecido enriquecimientos personales y que están siendo investigados sin que sus beneficiarios hayan copado ni un segundo en los medios informativos ni sean interrogados mientras van por la calle. No es por azar la persona elegida para fabricar el perfil del especulador despiadado y la subliminal caracterización del parásito social. La repulsa debe ser general a quienes aprovecharon la pandemia para ganar cantidades desproporcionadas de dinero mientras otros se esforzaban en combatirla a la vez que cientos de personas morían en los hospitales. Pero no hay que olvidar muchos proveedores que, sin caer en excesos, prestaron un gran servicio a la sociedad obteniendo esos medios de los que era vital disponer.

Aquí, como en otros muchos casos, el camino se bifurca entre una verdad que debe interpelar a todos cuantos hayan hecho un aprovechamiento abusivo de la situación y la sugestión que ejerce el relato que solo revela la parte que le interesa como fundamento de sus proposiciones, esa falacia de la evidencia sobre la que se construyen las pseudociencias. Es ahí donde se inicia la batalla cultural. Se abomina en general de los que se han enriquecido merced al estado de cosas provocado por la pandemia, sin embargo, la mención expresa se reserva solo a uno, siendo el motivo su extracción social. Ahí late con mucha menos intensidad la repulsa de su conducta que el espíritu de las “tricoteuses”, solo que hoy por suerte en esa clase de guillotina solo chorrea el prestigio social cercenado sin ninguna garantía legal conocido como populismo punitivo. Ese ánimo justiciero no se percibe en el caso de que una desconocida sea descubierta apropiándose, también supuestamente por el momento, de dos millones de euros sin ningún beneficio para la comunidad, guiada exclusivamente por el lucro personal. Los proveedores de material en la peor de las hipótesis, la de un beneficio ilícito, también han proporcionado beneficios a la sociedad al dotarla de unos bienes que eran vitales en ese momento.

Un aspecto inquietante de todo esto es que trata de proyectarse más preocupación sobre las personas que acumulan dinero que sobre quienes acumulan poder. Es el poder político el que puede interferir de manera mucho más perceptible y relevante en la vida de los ciudadanos, algo que está bastante más lejos del alcance de los primeros. Esto lo hemos visto recientemente en toda su crudeza cuando por decisión del Gobierno se ha decidido regular la cantidad de sal permitida en el pan con el pretexto de hacerlo más saludable. Lo primario del asunto ayuda a comprender los excesos y los peligros del intervencionismo: si hoy se nos puede negar la sal mañana podría ser el también el pan. Perder la batalla cultural significaría la impunidad para justificarlo.
José María Sánchez Romera

 

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