Hace ciento setenta y cuatro años veía la luz el Manifiesto Comunista. Redactado por Karl Marx y Friederich Engels el texto encargado por la Liga de los Comunistas a sus autores, trabajo debidamente pagado (¿calculado como valor de uso o como valor de cambio?), arrancaba con la siguiente frase: «Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo». No pasaba de ser un panfleto mediante el que se quería corporeizar la existencia del comunismo (el fantasma) mediante la explicación de sus principios ideológicos. Eso sí, pese a su inspiración propagandística, El Manifiesto Comunista es una notable contribución a la literatura sociopolítica que hoy merecería altos honores académicos por contraste con la mediocridad imperante.
Pasados esos ciento setenta y cuatro años otro fantasma recorre Europa: la extrema derecha. Parafraseando a Marx y Engels “Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada contra ese fantasma…”. De derecha a izquierda un mensaje unitario de repulsa a lo que se denomina extrema derecha ha ido impregnando lo que parece constituir, oficialmente al menos, la mayor preocupación en los países europeos y occidentales más importantes. El desafío ideológico a las normas políticas y principios morales inserto en las propuestas impulsadas por los grupos de extrema derecha europeos se dice que implican una subversión de los valores asentados en nuestra sociedad y que definen la democracia (aunque no todos compartan la misma idea de democracia). Acogidos al sagrado de lo políticamente correcto desde las instituciones políticas y sociales se ha decretado una hostilidad abierta y de combate sin cuartel a quienes según esa visión constituyen un desafío totalitario/autoritario a las reglas vigentes de convivencia.
Lo que sea la extrema derecha y pese a que muchos creen saberlo, no está en absoluto definido y por eso su denominación como fantasma parece, en cuanto a sus objetivos, oportuna, mucho menos si la referimos a la innegable fuerza política y electoral que expresan los millones de votos obtenidos en numerosas naciones europeas. Decimos que la referencia a la ideología de la llamada extrema derecha es más que otra cosa fantasmal porque sus oponentes no establecen claramente la frontera que los delimita frente a ellos ni se concreta en el contraste preciso de las propuestas de cada uno más allá de diferencias expuestas con trazo grueso escasamente aclaratorias. Por ejemplo, el Frente Nacional de Marine Le Pen tiene un programa económico altamente intervencionista, por supuesto nada liberal, que lo acerca más a la izquierda que a la derecha. No es casualidad que sean millones de obreros los que voten a ese partido porque en Francia no hay más de ocho millones de ricos a los que, además, según los tópicos al uso, les interesaría una economía lo más desregulada posible.
Más allá de la escasa sutileza con la que se ha decidido abordar el problema a base de cordones sanitarios y la definición patológica (en tanto que se le atribuyen fobias diversas) de la ideología denominada como extrema derecha, no puede ser más desacertado el enfoque que se está dando a un fuerte desplazamiento social que interpela a las élites políticas de forma directa en muchas cuestiones que parecen haber sido abandonadas como prioridades en beneficio de tendencias que casi agotan su eficacia en lo estético, avalado por altos ideales a años luz de todo pragmatismo, y del mantenimiento de un estatus quo impermeable a cualquier necesidad de reforma.
Las tesis historicistas del marxismo jamás se cumplieron, el comunismo se implantó de las formas más imprevistas por el propio Marx y se ha podido constatar que las fuerzas que impulsan el desarrollo de la historia no son inmunes a las decisiones que los individuos en momento determinado decantando su rumbo. Del mismo modo las alarmas que tratan de encenderse sobre un futuro occidental dominado por ese anunciado totalitarismo no dejan de ser vaticinios más o menos sinceros, nada desde luego nada que pueda afirmarse al margen de cualquier incertidumbre. Para ello, como mínimo, se necesitaría una base social partidaria de una regresión autoritaria que no se detecta en este momento. ¿Qué ocurre entonces? Pues que existen amplias capas de población que están girando hacia el conservadurismo, con sus distintos matices nacionales, ante una autoimpuesta sordera institucional a sus preocupaciones. Se le ha dicho a la sociedad que el Estado va a resolver todos sus problemas y ahora parte de la misma ve que solo les preocupa aquello que desde el poder se considera políticamente adecuado y digno de atención por quienes lo dirigen. Muchos votantes no hacen sino volverse (y votar) hacia quienes les están diciendo que los escuchan, que están dispuestos a hacer suyas las preocupaciones que les transmiten y que van a frenar el deterioro de los hábitats en los que habían prosperado.
Si aceptamos como proposición válida que la extrema derecha es una realidad perfilada por las caracterizaciones que se hacen desde las fuerzas que le son opuestas, lo cierto es que no se puede abordar el asunto con mayor torpeza. Desdeñaremos de antemano que haya importantes dosis de manipulación mediante la hipóstasis que de millones de ciudadanos se hace al ser reducidos a la expresión “extrema derecha”. Ésta sería un problema más pero no el único de los muchos y graves que tenemos enfrente y cuyo abordaje o se hace desde decisiones que los están agravando o desde la omisión de las que deberían haberse adoptado ya. Aun así, asumamos el planteamiento sin ninguna reserva: la extrema derecha es una grave amenaza para la libertad y la democracia con todas las derivaciones que a ello se le da.
Ahora bien, ¿qué se hace para conjurar el peligro? Infectarlo todo con una premonición de catástrofe no resuelve nada. Si por democracia entendemos la voluntad popular y el ejercicio del poder como fuente de legitimación e inspiradora de las decisiones de gobierno, ¿cómo se justifica la demonización de facto de millones de votos, presos de un gulag semántico? No parece sino que todo lo que perciben esos millones de ciudadanos sean alucinaciones y no el resultado de prácticas que los han perjudicado de manera objetiva y convertido en rehenes, y en último caso víctimas, de decisiones que además deben soportar en forma de todo tipo de exigencias del Estado. Pero, y esto es más grave en un sistema democrático, lo que en última instancia se impide, en la absoluta negativa a todo ejercicio de autocrítica o examen de lo que viene del “otro”, es el debate de ideas al que parece querer sustituirse por un “creer es entender”. ¿Qué fue de la Ilustración que consagró la razón como guía de las acciones humanas y cómo se concibe que haya verdades oficiales convertidas en dogmas cuya impugnación signifique la exclusión política? Es curioso que la invocación de los valores democráticos conlleve al mismo tiempo una férrea censura. Desde esa realidad deconstruida que desdeña cualquier certeza que la cuestione (nada existe fuera del texto escribió Derrida), la catástrofe no vendrá de aquello que se anticipa sino de lo que ya es, pero no se quiere mirar.
José María Sánchez Romera