La frontera / Tomás Hernández

 

Sábado. 25 de junio. La imagen de la mañana es la de unos cuerpos, más de cien, amontonados, como reses de desecho en la frontera de Melilla. Una fila de gendarmes los vigila. Algún cuerpo se mueve, sobresalen unas manos abiertas. La imagen es silenciosa y terrible. Después apartarán los cadáveres, dieciocho, y los heridos. Las vallas de cuchillas no contienen la avalancha, el nombre de los dieciocho muertos será una cifra en algún rincón de los periódicos, una pausa breve en algún telediario. Me acompaña esa imagen de la muerte amontonada durante todo el día.

No sabes qué escribir, sólo la imagen obsesiva y constante. Frente a su horror, resultan banales los lamentos, las explicaciones, el análisis de las causas, las razones que llevan a un suicidio colectivo, la oscura esperanza que los mueve. Están allí, amontonados, como reses, cuerpos vivos, cuerpos muertos, bajo un cielo implacable y la mirada de los gendarmes uniformados.

Alguien dijo que las imágenes de las máquinas arrastrando cadáveres en Auschwitz, frivolizaban el verdadero horror, que reducían a una imagen, terrible, el vivir cotidiano de los campos de exterminio, que condensaban en un solo instante, en una única escena, la muerte lenta y cruel de los campos de exterminio, que esa imagen última anulaba el dolor de cada día, el hambre, la tortura, las palizas, las delaciones, el miedo, la incertidumbre.

La imagen de Melilla, con todo su horror, esconde el fracaso de dieciocho jóvenes vidas sacrificadas, recuerda aquel poema de Walt Withman, “dieciocho jóvenes se bañan en un río,” en el río de una muerte tan temprana e injusta, en las fronteras del desierto.

Tomás Hernández

 

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