Es verdad que el futuro no está escrito, pero como dice el amigo árabe de Lawrence de Arabia en la monumental película de David Lean, “para ciertos hombres nada está escrito si ellos no lo escriben”. Y Boris Johnson lo ha escrito todo sobre sí mismo, hasta su propio epitafio, que seguramente ha anticipado con prematura clarividencia: “aquí yace quien perdió el mejor trabajo del mundo”. En él todo ha sido excesivo, incluidas las críticas que le han llovido como sucedáneo de Trump, alcanzar la distinción de pelele mediático requiere algunas virtudes, desde que éste fue desalojado de la Casa Blanca. Y es que para advertir de los peligros que corre constantemente la democracia no es relevante informar de casos como el de Nicaragua, por ejemplo, donde el Sr. Ortega encarcela a los candidatos opositores o ilegaliza la orden religiosa de la Madre Teresa de Calcuta por “opositora y golpista”. Muy contrariamente, se necesitan ejemplos del máximo rigor en las exigencias sobre el ejercicio del poder como ha sido el caso inglés celebrando fiestas cuando ello estaba prohibido.
Se lee en estas horas recientes de la dimisión que el rosario de escándalos que ha salpicado la trayectoria de Boris Johnson lo ha obligado a abandonar el cargo. No se habrá visto rosario con menos cuentas y rezo tan breve: las famosas fiestas de su residencia oficial y el nombramiento de un cargo que al parecer se comportaba de forma, por así decirlo, inapropiada, con miembros de su mismo sexo y del que le habrían dado previas referencias de tal comportamiento, cosa que primero negó haber conocido, para después admitir que sí lo supo pero que lo había olvidado. Al final ahí se acaba todo, lo anterior, ahora objeto de reproches, se sabía antes de que lo votaran y conforma lo que Lyotard llama el metarrelato. Pese a esa condición de Primer Ministro, las fiestas fueron investigadas por la policía, recibiendo una sanción de 50 libras esterlinas, lo que ya incendió a la oposición laborista, que allí sí estorba de verdad y a la que le basta poca cosa, y también a su partido, que lo sometió a una cuestión de confianza que superó con ciertas dificultades. El nombramiento de alguien “inapropiado” ha sido el último clavo de su ataúd político en forma de tormenta dimisionaria que lo ha dejado sin capital humano en el que apoyarse para cubrir los cargos de su administración.
Contrasta todo ello, y merece el desviarse un momento de la cuestión, con la política española y las exigencias de ejemplaridad. Raros son los medios audiovisuales que practiquen un periodismo tan exquisitamente radical con nuestro Gobierno a la hora de valorar sus decisiones. Por el contrario, impera una oficiosidad seguramente inspirada en la idea de preservar una solidez institucional a salvo de todo contratiempo. Sean dos sentencias del Tribunal Constitucional contra sus decretos, sea convertir en costumbre hacer lo contrario de lo anunciado o quitar importancia a la inflación para seguir aumentando el gasto público, para después tener que decirle a la población que se prepare como pueda para lo que viene porque es que el Sr. Putin no deja de fastidiar. De ahí la importancia de la condición resiliente de los cargos ministeriales, imperturbables en sus puestos, incluso aunque no estén de acuerdo fuera con lo que votan dentro del gobierno del que son parte. En España, al contrario que Gran Bretaña, al jefe del gobierno no le abandonarán jamás sus ministros, mantenerse en el cargo es parte, aunque no escrita, del juramento por el que se acepta el nombramiento.
Volviendo al caso de Boris Johnson, su auge y caída ofrece aspectos que para comprenderse es necesario analizar. En primer lugar, que haya jugado tan fuerte dentro de su propio partido hasta hacer insoportable su extravagancia u autoritarismo como provocar el golpe de mano interno que lo ha liquidado. Johnson, que ha escrito una biografía sobre Churchill, debió representarse que si al gran héroe de la Segunda Guerra Mundial el pueblo lo mandó a su casa tras llevarlo a la victoria, con muy poco en contra puede acabar con cualquier otro Primer Ministro sea por las urnas o por el poder delegado que confieren a los parlamentarios. Pero, además, es imposible desconocer la tradicional costumbre de rebelarse contra el líder de la mayoría en Gran Bretaña, bien porque lleve mucho tiempo o porque su ejecutoria se considere desafortunada o errática. Thatcher, Blair, el propio Churchill, que estuvo a punto de ser depuesto varias veces a lo largo de la guerra, son experiencias que cualquier político británico no puede ignorar. Una excepción fue Chamberlain, sus evidentes errores de juicio respecto del expansionismo de Hitler apenas le restaron apoyo en el partido y dimitió porque la oposición laborista se negaba a formar un gobierno de concentración con él a la cabeza para afrontar la guerra. Designó a Churchill para sucederle contra la opinión casi todos sus diputados, los cuales peor que mejor acataron su decisión.
Pero hay un tercer factor que en estos días no se ha comentado y que fue el elemento esencial para catapultar a Boris Johnson al cargo de Primer Ministro, obteniendo una contundente victoria en las elecciones de 2.019. Ese factor fue humano, más decisivo que el Brexit en la decantación del voto, y se llamó Jeremy Corbyn, un líder laborista radical cuyas propuestas políticas obtuvieron tan severa derrota que se vio obligado a dimitir de inmediato. Más tarde los laboristas decidieron liberarse además del corbynismo, que trató de prolongarse apoyando a una candidata afín a sus ideas, eligiendo a un líder mucho menos doctrinario y más pragmático, Keir Sturmer, que, con toda seguridad, salvo imprevisto, será el próximo Primer Ministro de Gran Bretaña.
La democracia al final no es otra cosa que la innegociable provisionalidad del que gobierna.
José María Sánchez Romera