La utilidad de las cosas y los debates inútiles / José María Sánchez Romera

 

Es muy natural e incluso deseable que las personas se planteen si los instrumentos que rigen los distintos aspectos de su vida atienden las necesidades para las que han sido concebidos. Eso concierne tanto a nuestras preocupaciones más elementales como a las cuestiones de especialísima trascendencia general como es el caso de las instituciones públicas y de representación nacionales. La Jefatura del Estado, el Gobierno, el Parlamento y todo el entramado político que vertebra y ordena la convivencia deben atender a la búsqueda de un resultado positivo para la ciudadanía en el que la formas y los logros deben convivir en una armonía moral. Contra lo que en algunos momentos de forma más o menos explícita se sostiene el fin no justifica los medios y porque en la mayoría de las ocasiones los medios son los fines. Por ejemplo, la tiranía, aunque siempre busque justificaciones, nunca tendrá otro objetivo que privar de libertades para ejercer de forma ilimitada el poder.

El último discurso navideño del Rey ha ido acompañado de los habituales gestos de desdén y cuestionamiento de la Monarquía por parte de quienes se niegan a reconocer los beneficios de la estabilidad que nos ha proporcionado a lo largo de más de cuatro décadas. Hay que decir que no hay en ello nada ilógico para quienes tienen una cosmovisión social en la que el conflicto debe estar siempre presente hasta que gobiernen ellos. A partir de entonces toda crítica o discrepancia solo estará impulsada por la desafección a los intereses generales del pueblo, sin espacio para la legitimidad de los discrepantes, que serán anulados por métodos más o menos sutiles en función de las circunstancias.

La utilidad como cualquier otro concepto expresado de forma abstracta puede abarcar numerosas formas de ser entendida, incluso en términos relativos. En este sentido incluso la inutilidad aparente de la neutralidad de nuestra Monarquía debe ser entendida como un modelo contrastado de utilidad. El Rey Emérito al que se pretende agregar como parte integrante y continuadora de la exitosa, en términos de propaganda adversa, leyenda negra, contribuyó de manera decisiva a que la democracia llegara y se hiciera una hasta entonces desconocida rutina en España. No deberían olvidarlo algunos de los que reniegan del régimen monarquía parlamentaria y la quieren identificar de forma intrínseca con las publicadas flaquezas humanas de Juan Carlos I. Ese derecho a propugnar la abolición de la Monarquía pueden ejercerlo porque él creyó que los españoles tenían derecho a decir lo que pensaban y que en función de las distintas ideas estuvieran debidamente representados, incluso los que creían que no debería haber un rey. El anterior monarca hizo de la casi nula influencia del Jefe del Estado en el gobierno de la nación una forma útil de prestar un servicio al interés común mediante la garantía de la neutralidad de la más alta representación institucional del Estado. Un poder de la Nación, siquiera sea simbólico, que está por encima de la lucha partidista e ideológica.

Pero esa inutilidad aparente que la neutralidad convierte en un activo, se refuerza cuando se buscan contrapuntos que son necesaria referencia para alcanzar una noción exacta de las cosas. Y sobre todo el saber distinguir los meros enunciados de lo que ofrecen los hechos. Como es forzoso admitir, no hay más alternativa a la monarquía que la república. Pero las repúblicas no son útiles por el mero hecho de rechazar derechos políticos hereditarios, ni son democráticas en sí mismas como la historia y el presente nos demuestran. Una República era Francia cuando la guillotina funcionaba a destajo y ejecutaba de forma indiscriminada. Dos Repúblicas, la nazi y la soviética, dieron inicio a la Segunda Guerra Mundial invadiendo Polonia por el Este y el Oeste para repartírsela. Una Monarquía, la británica, fue la única que hizo frente y quedó en pie marcando el punto de declive de la imparable maquinaria bélica de Hitler cuando toda Europa había caído bajo su dominio. Repúblicas eran todas las naciones que había tras el Telón de Acero en las que no había libertades y coetáneamente las monarquías existentes al otro lado respetaban los derechos fundamentales de sus habitantes y les permitían vivir en estándares de bienestar mucho mayores. Repúblicas tenemos hoy día que ajustician a la gente por sus inclinaciones sexuales, por sus ideas políticas o celebran farsas de procesos electorales en los que se encarcela a todos los candidatos opositores. Debe advertirse entonces que no todo lo que se lee en los frontispicios imaginarios de los diferentes sistemas políticos responde al ideal de las palabras que se graban en aquéllos.

La utilidad de la Monarquía Española es un debate legítimo pero inútil cuando no existe la menor tacha de deslealtad a las libertades políticas de las que disfrutamos. También sería legítimo el debate sobre el funcionamiento de los partidos políticos, la regulación del Gobierno y la administración o de cómo se ejerce la representación parlamentaria. Pero lo legítimo como debate, intrínseco a la democracia, no es forzosamente lo útil en todo momento o lo conveniente en cualquier coyuntura. Dicho lo anterior, está demostrado que hasta ahora la neutralidad de la Corona no es inútil para la convivencia democrática sino todo lo contrario, como demuestra el que ninguna tendencia ideológica haya visto impedido su acceso a dirigir las instituciones u ocupar cargos de responsabilidad en la administración. El cambio de la forma en la Jefatura del Estado no nos va a convertir en un país mejor, al contrario, son a veces las hiperlegitimaciones nacidas en algunos casos de los procesos electorales los que provocan confusiones entre la voluntad que las urnas expresan y los deseos últimos de quien recibe un voto mayoritario, ejemplos no faltan. Y es ahí donde adquieren valor los contrapesos institucionales organizados conforme a lo que la experiencia histórica va indicando en cada caso.

En estos días en los que la preocupación por la salud y la vida de muchos miles de seres humanos debe ser la gran prioridad junto con la forma más adecuada para salir de las dificultades materiales que aquejan a España, si es que no se agravan, es bastante inútil cuestionar el modelo institucional como un problema acuciante. Si todos los debates sobre la organización democrática del Estado son legítimos, y por supuesto no solo los que convienen a algunos, es forzoso plantearse su utilidad por lo que puedan aportar y el momento elegido para ello. En las circunstancias actuales la discusión sobre la Jefatura del Estado contrapone su doble inutilidad de nula contribución a mejorar las dificultades y el momento elegido, a la gran utilidad demostrada hasta ahora.

 

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