Por ser rigurosos quizás sería más exacto denominar a las cosas que acontecen en estos tiempos como inimaginables, pero es que de tan inimaginables las habríamos situado a la altura de lo imposible. No hace más de dos, tres años, ateniéndonos a los más elementales juicios sintéticos que la mera observación nos induce, habríamos quedado paralizados por el asombro ante los hechos que este tiempo turbulento impone a nuestra existencia.
Una elemental intuición nos diría que si disponemos de algo que no es nuestro y somos por ello sometidos a enjuiciamiento, el encargado de administrar la ley nunca obligaría al perjudicado a responder del desfalco, pues en caso contrario dudaríamos de la honradez del garante de la ley o de su equilibrio mental. Piénsese en un fraude a la hacienda o directamente engañar al fisco y que éste tuviera que responder por el infractor como avalista que garantice la devolución de lo que al propio fisco se le ha sisado.
Ante los atónitos ojos de toda España el Parlamento de Cataluña ha avalado con los votos de la mayoría independentista que sea la propia administración catalana, perjudicada por la malversación hecha de sus recursos, responde con su patrimonio del dinero que se le ha sustraído para dedicarlo a fines sin justificación legal. Todo ello con el concurso y la cobertura jurídica de un llamado Consejo de Garantías Estatutarias, una especie de tribunal constitucional de bolsillo, que ha dado el visto bueno a una decisión en la que todo atisbo de sentido común ha sido abandonado a en pos del más sectario servicio al interés político de un poder con irrefrenables tendencias totalitarias. Esto demuestra en otro orden de cosas que la mejor forma de que no se cumplan las leyes es hacer muchas, así se puede elegir para quedar impune la que más conviene según el caso. Tanto órgano y organismo, tantas normas y reglamentos, tantos entes públicos o privados de titularidad pública, conforman el entramado perfecto para que el poder elija qué ley es más eficaz para su perpetuación.
Ya se anunció en su día desde el poder central que este engorroso asunto de los gastos de la ensoñación independentista era un pedregal que había que ir limpiando para que el bucólico paseo del Gobierno cogido del brazo secesionista no acabara dando con ambos de bruces en el suelo. En ese sentido el celo gubernamental ha sido encomiable e incluso ha ido bastante más allá de una convencional amabilidad. De hecho, podría decirse que teniendo seguramente el Ejecutivo más laico de la democracia, tanto como el de la Segunda República pero con la cruz del IRPF para la Iglesia, ha resultado paradójicamente el más evangélico de todos porque sus reacciones antes los exabruptos del separatismo catalán han estado a caballo entre el estoicismo de los cristianos antes de ser devorados por los leones y la mansedumbre de quien cumple el mandato de poner la otra mejilla cada vez que recibe una bofetada, seguramente persuadido de que esa doctrina lleva a la salvación (del Gobierno). De cualquier modo, nadie debería poner en duda que esa paciencia de evocaciones franciscanas, por no abandonar el credo católico, busca el bien común y una paz social en la que el nacionalismo juega al parecer un rol imprescindible (aunque todo parece indicar por sus palabras que solo nos dejarán en paz si se separan lo que supondrá que los esfuerzos habrán sido en balde). No obstante, siguiendo con el mismo hilo doctrinal, también debería advertirse alguna vez a quienes sienten que su deber es procurar la escisión de Cataluña con el resto de España, ese otro apotegma que nos dice que “la medida que uséis, la usarán con vosotros” (Mateo 7,2). Y, por qué no, hacer mención al castizo “no todo el monte es orégano”, aunque solo sea porque parezca que nos queda por ahí un resto de esa autoestima de la que nuestros representantes se han ido dejando jirones a lo largo de décadas. Porque mientras haya un Gobierno que se diga de España y se presente como el alter ego de los españoles, tiene la obligación, por encima de la ideología que lo inspire, de mantener la integridad moral de todos los ciudadanos concretada en que la ley sea igual para todos, compromiso con este principio ineludible en este caso.
Garantizar con fondos públicos el pago de esos mismos fondos públicos malversados es un atropello no ya del derecho, concebido a fin de cuentas con tantos meandros, sino al sentido común más primario. La sensación del ciudadano de la calle ante semejante arbitrariedad, que no cabe calificar de disparate porque éste proviene de la torpeza o la ignorancia y aquélla de lo deliberado, resulta ser socialmente descorazonadora y conducente a la abdicación de cualquier responsabilidad hacia el cumplimiento del llamado contrato social. Ese que nos dicen hemos suscrito todos los ciudadanos para crear ese estado que Rawls concibió en libertad e igualdad y que debería garantizar el cumplimiento del acuerdo en términos de equidad que es la esencia de la justicia. “Pacta sunt servanda” y debe cumplirse lo firmado.
José María Sánchez Romera