A esta mañana del 28-F le he puesto la banda sonora de Chano Lobato cantando por bulerías, tanguillos, alegrías… Que falta un poco de eso, alegría, en estos tiempos tristes. Y escucho al Chano Lobato mientras escribo -o pienso escribir-, sobre el desarraigo anónimo que tampoco tendrá su homenaje este 28-F, el exilio, el destierro del hambre de todos los hombres y las mujeres obligadas a vivir en un lugar lejano y no elegido; esa, creo, es la condena del exilio. Por eso, del señor Puigdemont no se puede decir que sea un exiliado; eligió Waterloo para quedarse, una llanura entre colinas bajas, donde un imperio formado por islas y colonias derrotó al advenedizo de Napoleón, un principiante en imperios, un “parvenu”, esa palabra que en francés suena más humillante. Además, el señor Puigdemont huyó sin honra y no parece que la gloria vaya a coronar su biografía.
Los otros exiliados, los andaluces anónimos que siguen mereciendo un homenaje, eran también algo nuestro, nos dejaron su ausencia, un lugar en la mesa, un rincón vacío en la barra de un bar, el frío compartido de las madrugadas mendigando un jornal en la puertas de los ayuntamientos.
Muchos andaluces tuvimos, tenemos, un familiar, un vecino, un amigo en ese exilio de la necesidad. En las casas romanas había un “altarcico” dedicado a los antepasados de la familia, como dioses domésticos y protectores. Con tantas cosas que hemos aprendido de los romanos, desde Séneca a los acueductos, no deberíamos haber olvidado esa piadosa costumbre.
Los trasterrados por la guerra, los menesterosos, los anónimos que subieron por primera vez a un tren sin saber que no regresarían, los que tuvieron el único consuelo de un nombre en un rincón lejano, un lugar en el Sur que, algunos, nunca volverían a ver, como Cernuda: “Quizá mis lentos ojos no verán más el sur / de ligeros paisajes dormidos en el aire”.
Un exilio interior en un país extraño. En este día de símbolos y homenajes, ellos también fueron, son, banderas.
Tomás Hernández.