Los secundarios / Tomás Hernández

 

En la tragicomedia de la defenestración de Casado y el triunfo de una exultante Ayuso, llaman la atención algunos personajes secundarios, que muestran más matices que los estereotipos planos de los protagonistas Pablo e Isabel. Esta relevancia de los secundarios, su papel enriquecedor, es notoria en el cine, en la novela, en el teatro. Un buen western no es sólo John Wayne, llena la pantalla también el gordinflón Posey o el beodo sargento mayor Quíncannon. Hay una escena que siempre me hace reír, por más veces que la vea. Se lamenta el sargento mayor de los impuestos, el capitán-Wayne le dice: “Quíncannon, en toda tu vida no has pagado más impuesto que el del whisky”. También en las series de calidad se percibe ese cuidado en la selección de los personajes secundarios. Ellos son la cotidianeidad del protagonista, su cara más humana y desconocida.

En la tragicomedia de Pablo e Isabel ha salido a flote la calidad humana, iba a escribir moral, de algunos secundarios. Hemos reconocido y admirado la lealtad de Pablo Montesinos, cómodamente instalado en los medios televisivos, tertuliano prudente, que no hablaba a gritos y era tratado y trataba a los demás con respeto. Un día sintió la llamada del otro Pablo, el político, y se hizo adalid y portavoz de su programa. Recordaba, en los dos días que duró la tragicomedia, un pasaje de Goethe. Está viendo en Venecia pasar una procesión religiosa y escribe: “Con cuánta devoción van detrás de una idea equivocada”. Eso le pasó, quizás, al Pablo periodista, lo perdió la devoción.

Más vale ser víctimas de la devoción que triunfar por la vileza. Algunos de los que fueron la sombra pretoriana de Casado, los más grandes aplaudidores y enaltecedores del líder carismático, le volvieron la espalda con la misma indiferencia, la misma frialdad, con la que nos giramos para alcanzar una copa en la barra de un bar o cerramos la puerta en una despedida agria. No voy a nombrar a los miserables, cada uno tenemos los nuestros, además, ni siquiera son miserables con grandeza, son secundarios que nos hablan por las bocas articuladas de las marionetas.

Pablo Casado, que tanto podía irritarnos las mañanas de los miércoles en sus intervenciones en el Congreso, como un Savonarola del insulto, nos produce ahora una rara compasión. Su ambición nos resulta ingenua, la rapidez de su caída sobrecoge un poco. Fue un gesto lleno de brutalidad.

 

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