Los necesarios hacen cola, guardan el turno en la panadería, en la farmacia, en la tienda de regalos o en el estanco. El contingente va directo al estante, mira, merodea y en un plis plas lo ves pagando y saliendo, airoso, por la puerta. Está en ellos ser así, listos, “espabilaos”, hábiles, astutos más que nadie. Hace unos día le llamé la atención, con un trato que no se merecía, a uno de estos intocables para que respetara el turno. “Joer, qué prisas,” me contestó con altanería chabacana, “ni que tuvieras algo que hacer.”
La contingencia es transversal, como se dice ahora, desde que los pedagogos de la nueva educación la rescataron. Afecta por igual al obispo y al monaguillo, al general y al furriel, al consejero como al conserje, aunque a mayor poder, mayor abuso.
El egoísmo más vil o más tonto, lo mismo que la generosidad más limpia, se manifiestan en las situaciones difíciles o desdichadas. Estamos viviendo uno de esos momentos de incertidumbre y enfermedad al acecho. Y crece en ese estiércol del miedo el egoísmo, pueril a veces, sobre todo si escuchas las justificaciones de quienes creen ser los contingentes. Florece el oportunista y el estafador, pero también la generosidad de las bolsas con alimento o ropa, o consuelo. Es caridad lo que debería ser justicia, pero nos hace solidarios, nos vuelve un poco más hermanos.
Los profetas de la postpandemia auguran que de ella saldremos mejores. Bueno, ojalá acierten, pero la soberbia, la altivez, el menosprecio seguirán con nosotros.