La tremolina organizada por el Ministro Alberto Garzón con sus declaraciones sobre la calidad de la carne, sus sucesivas matizaciones y todo el cúmulo de reacciones que ha provocado, se desvían de lo realmente trascendente del asunto. No obstante, deben destacarse algunas cuestiones circundantes a lo esencial. La aceptación del cargo de Ministro en el sistema político internacional configurado por la existencia de estados lleva implícito ciertas reglas que tienen que observarse como parte obligada para un adecuado ejercicio. Cuando habla el Ministro habla el Estado y la libertad individual de expresión muta en grave responsabilidad por cualquier cosa que diga. Según filtraciones que solo pueden proceder de fuego amigo, el Sr. Garzón hizo mucho por ser Ministro y debería haber tenido claro, o al menos haberse informado, que ello le impone límites, porque en una democracia el cargo lo pagan todos, los que comparten las ideas del Ministro y los que no. Las consecuencias de lo que cada uno entienda por coherencia deben quedar limitadas al ámbito de lo personal. Por lo demás un Gobierno con dos grupos estancos, lo que es en sí mismo una contradicción, que se enzarza en discutir sobre si los ministros hablan a título personal o expresan el parecer del Gobierno solo puede provocar intranquilidad y desconfianza. Por todo lo anterior, como regla de conducta general, lo idóneo es que una reflexión adecuada, individual y colectiva, constituya el acto previo a la exteriorización de todo posicionamiento. Una sencilla regla de experiencia nos enseña que si dijéramos siempre todo lo que pensamos o se nos ocurre nuestra vida estaría en perpetuo zarandeo entre el conflicto y el ridículo.
En el proceso que conduce al Ministro de Consumo a esta polémica debe considerarse de forma especial una doble perspectiva: no meditó el alcance de sus manifestaciones como representante de un Estado, pero sus palabras sí eran la resultante de unos fundamentos ideológicos perfectamente identificables, que ha reiterado en anteriores ocasiones por otros motivos, y no una ocurrencia pasajera. Esto último es lo que explica su aparentemente incomprensible toma de posición crítica con la carne producida en las granjas españolas y sus derivaciones para el medio ambiente, las matizaciones posteriores sobre ganadería extensiva e intensiva no han sido más que una vía de escape. La cuestión crítica que subyace en las declaraciones del Ministro Garzón es no le gusta el mercado libre sino el intervenido y a la medida de sus inclinaciones ideológicas. Su concepción del Estado es el de un poder fuertemente intrusivo de inspiración socialista, la económica es solo una de sus facetas, y cualquier motivo conjura su ideal máximo que consiste en “cortar la mano de la avaricia” según la gráfica expresión de Antonio Escohotado (Los enemigos del comercio, tomo II, página 430). Garzón en sus declaraciones lo que hace es aplicar la renovada teoría marxista de la explotación que sustituye al ser humano por los animales y el medio físico, nuevas “víctimas” del sistema económico de libre mercado, a las que convoca de manera recurrente, variando los sujetos oprimidos en función de las circunstancias, para componer sus opiniones sobre los asuntos públicos.
Por otro lado, si se examinan con atención las palabras del Ministro hay en ellas una absoluta falta de coherencia. Cuando dice que las macrogranjas españolas «contaminan el suelo, el agua y luego exportan esta carne de mala calidad de estos animales maltratados», colaciona factores heterogéneos bajo un discurso único, porque una cosa es el supuesto daño ecológico que pueden causar esas explotaciones y otra la mala calidad de la carne, que nada que ver con lo anterior, aunque eso sea lo que se colige de forma de expresarse. Giovanni Sartori en su libro “Homo videns” califica como “postpensamiento” este tipo de asociaciones, la omisión del vínculo lógico, de la secuencia razonada. Pueden considerarse sin ninguna objeción las prevenciones del Ministro si no fueran planteadas de manera conexa sino individualizada y acompañadas de datos concretos que avalen sus afirmaciones, lanzadas a los cuatro vientos en una publicación extranjera, lo que le da mayor difusión, y sin haber oído antes lo que los afectados tuvieran que decir. No solo se desdeña el necesario enlace que se debe establecer entre causas y efectos, es que también se invierte la audiencia previa debida a los supuestos causantes de esos males con la declaración anticipada de una culpabilidad claramente sustentada en el prejuicio.
El intervencionismo no deja de ser una forma atenuada, antesala muchas veces, del totalitarismo y de ahí la exigencia de una cuidadosa utilización de los medios que la democracia pone en manos de los políticos a fin de que no se conviertan en simples herramientas de todo tipo de pulsiones (políticas o personales). Un análisis equilibrado de toda controversia, aún desde una determinada posición previa, no tiene que impedir considerar las fallas que el libre mercado puede presentar. Pero por la misma razón deben considerarse los excesos de la intromisión pública, una reglamentación que limite fuertemente la libre concertación económica forzosamente tiene provocar el mismo efecto que achicar la sección de una tubería, la disminución del flujo creará un problema de escasez, algo sobradamente demostrado en economía. Resulta un contrasentido y, por así expresarlo, la negación de lo cuantitativo en términos de lógica primaria pretender que los sucesivos incrementos de mecanismos de control social ejercidos por el gobierno conducirán a mayores cotas de libertad en general. Y si hablamos de mejora de las condiciones de vida que los distintos sistemas pueden ofrecer, el pragmatismo del Evangelio de San Mateo se muestra inobjetable: “por sus frutos los conoceréis”.
Es cuestión admitida que en el campo social los ensayos a menor escala para conocer los efectos de determinadas decisiones son inviables, lo que sí se hace habitualmente en el caso de las ciencias físicas, entre otras razones porque la naturaleza humana no presenta las características de estabilidad que garantizan mundo vegetal o mineral. Pero incluso éstas últimas, aun cuando el resultado del experimento pueda en gran medida anticiparse, los elementos se combinan usando pequeñas muestras hasta conocer con certeza todas las consecuencias. Si quieren comprobarse los efectos que una explosión causa sobre un objeto, lo normal será utilizar primero unos granos de pólvora sobre un material de escaso valor, no un cartucho de dinamita y un objeto de alto coste. Dado que las decisiones en política no son inocuas y que no existe el recurso al método científico de prueba-error, sino solo la anticipación aproximada de las consecuencias, la cautela debe sustituir a la ausencia de conocimiento previo. Aunque algunos manuales ordenen el uso de la ideología en grandes cantidades.
José María Sánchez Romera