Las pantallas, desde el trozo de tela en que se proyectaban escenas de cine mudo, hasta la inseparable del móvil, son un símbolo ambiguo. Aquella tela primitiva donde gesticulaban figuras de movimientos bruscos y andar entrecortado iba a ser la ruina de los escenarios, la muerte del teatro. La pantalla del televisor nos idiotizaba, la del móvil nos vuelve adictos. Así, la pantalla fue desde un invento sin gracia y sin palabras que acabaría con un género grandioso que heredamos de los griegos, hasta la abolición del libro; “apaga la tele, enciende un libro” o algo así se venía a decir en un eslogan pro-lectura del tiempo en que el enemigo era la pantalla del televisor.
Pensaba en esas cosas mirando la neblina de esta mañana que hace irreal el mundo. Y lo pensaba también porque en la pantalla de mi ordenador oigo y veo una de las misas de Zelenka (Jan Dismas Zelenka, 1679-1745), porque gracias a esa pantalla veo la forma de las bocas de los que cantan en el coro según pregonen júbilo o tristeza, saltar los dedos por el traste de los violines o el éxtasis de Alice Sara Ott en un concierto de Beethoven. Sin la pantalla toda esa riqueza sería invisible, como el mundo esta mañana detrás de la neblina.
La maldición de la pantalla es un símbolo confuso; sin embargo, ensalzamos desde siempre los espejos, desde el de la diosa Amaterasu de donde brotaba la luz, hasta el espejo frente al que se desnudaba Ana Ozores. El espejo es un símbolo de pureza, sobre la pantalla cae siempre la sombra del remedo y lo falsario. Eso pensaba esta mañana, mientras asistía con devoción profana a la misa de Zelenka.
Tomás Hernández.