Regreso al poblado / José María Sánchez Romera

Las marchas contra el cambio climático de este sábado en Glasgow se convirtieron al final en protestas contra el capitalismo (“que mata el planeta”) y en favor de un socialismo definido por una defensa de la naturaleza, la anteposición del planeta al dinero y por la “justicia climática” entre otras proclamas en el mismo sentido. Antes de proseguir en el análisis de lo que planteaban los manifestantes una pregunta se nos anticipa: ¿cómo estarían tantas personas concentradas a la vez en un mismo sitio de no haber existido el capitalismo? El capitalismo dio origen al gran salto del progreso de la humanidad, de la pobreza general se pasó a la relativa y minoritaria (hay millones de pobres, sí, pero en proporción infinitamente menor de los que había a principios del siglo XIX con una población hoy siete veces mayor). El socialismo nunca pretendió otra cosa, mediante la planificación centralizada, al igual que el capitalismo, defendiendo la libre iniciativa de los individuos, que mejorar las condiciones de vida de la humanidad. El marxismo es antropocéntrico, sus ideas giran, o giraban, en torno al ser humano como eje de su pensamiento y pretendiendo ser una alternativa más justa e igualitaria que el capitalismo en la distribución de los bienes que se producen en la sociedad. Al margen de sus errores teóricos y de las consecuencias prácticas de su aplicación, el socialismo en general hasta hace pocos años no estaba inspirado por el ecocentrismo. Sin embargo, esta subespecie del socialismo, que comparte con el original sus resabios deterministas, quiere utilizarse, demostrando que aquí los fines son los medios, como ariete con el que poder derribar las sociedades articuladas en torno a la economía de mercado sin la menor consideración de los efectos que ello comporte.

Da la sensación que una parte de la humanidad, prescindimos aquí de profundizar sobre si es proporcional su número en relación a la repercusión mediática que se le otorga, ha decidido salvar al planeta aun a costa de condenarse a sí misma, lo que al final conduciría al punto que se supone se desea evitar, con tal de implantar ese socialismo que nos devolvería al poblado y por tanto a la tribu, el regreso al estado de naturaleza. Lo anterior, si hablamos de progreso y progresismo, no puede ser representación de lo que con estas dos palabras la socialdemocracia pretende significar. Retroceder en los avances tecnológicos, que son en suma los hilos conductores de las mejoras sociales obtenidas a lo largo de la historia, convirtiendo el cambio del clima en un motivo de culto idolátrico, muy acorde desde luego con esas querencias tribales, y con independencia de admitirse su realidad, tiene unas consecuencias que obviamente se ocultan. El aumento de la esperanza de vida, la cura y erradicación de muchas enfermedades, el aumento general de la riqueza en el mundo, el acceso a un mayor número de materias primas y mercancías, la comunicación global, ya sea real o virtual, etc. Todo esto, de llevarse a cabo esa agenda ideológica, donde la ciencia no tiene sitio, experimentaría un retroceso probablemente irreversible para varias generaciones. Lo que ha ocurrido en estos dos últimos siglos coincidiendo con la generalización de las sociedades abiertas, política y económicamente, ha requerido muchos siglos acumulando conocimiento. ¿Se está dispuesto a destruir la mayor parte de toda esa evolución sin plantear otras alternativas?

Lo cierto es que las sociedades más desarrolladas desde el punto de vista material y con mayor libertad económica son las que han contribuido a mejorar el medio ambiente y concretamente las que han hecho descender con mayor eficiencia la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera. Dichas sociedades han seguido creciendo económicamente a la vez que optimizaban el control de sus emisiones a la atmósfera. La cuestión estriba en dirigir las inversiones hacia sistemas tecnológicos que aseguren el suministro de energía para las necesidades de la demanda mejorando paulatinamente sus efectos más nocivos. Sería un error irreparable que la transición hacia energías menos contaminantes se hiciera, por un prurito de esnobismo político, y a eso iremos a continuación, a base de despilfarrar el dinero de los contribuyentes en mecanismos de producción ineficientes o poco desarrollados aún. Los resultados de tales decisiones ya lo estamos experimentando en forma de subidas de los costes y el anuncio de riesgo de carencias en el suministro de energía. El progreso siempre ha sido producto de la evolución no de la revolución, el respeto y mejora del medio ambiente ha de ser una consecuencia del progreso, no su destrucción.

La cumbre del G-20, versión kitsch de “Vacaciones en Roma”, lejos de fiar al equilibrio que el gobierno de las cosas precisa y a los cambios paulatinos que acompasen la obtención de energías limpias con los avances materiales de la sociedad, parece haber elegido como propio el lenguaje enardecido del activismo. Tampoco les ha servido de mucho, esa versión posmoderna de la doncella de Orléans, Greta Thunberg, ha replicado a toda esa retórica populista con la que tratan de contentarlos o imitarlos, imposible decir de las dos alternativas cuál es peor, en los términos más vulgares de desprecio. Los políticos tampoco han alcanzado en el plano práctico más compromiso que asegurar la aportación de ingentes sumas de dinero, habrá que ver si sus respectivos votantes están dispuestos a ponerlas a costa de su nivel de vida y lo que se consigue realmente con todo ese despliegue si llega, y no un plan solvente para resolver esta cuestión que según se dice está basada en las opiniones de los científicos, que son curiosamente a los que menos se oye hablar en los grandes medios de comunicación, que parecen más comprometidos con la propaganda que con la información contrastada.

La solución desde luego no vendrá de ese mercantilismo que se anuncia, habitualmente confundido con el sistema capitalista, creador de “lobbies” empresariales destinados a canalizar las inversiones anunciadas, compañías cuyo lucro no provendrá del riesgo económico para sus socios y la innovación, sino del dinero que proveniente de los ciudadanos pongan los gobiernos a disposición de quienes mantengan las mejores relaciones con el poder. Lo que se precisan son normativas claras e incentivadoras de la investigación para que los sectores público y privado se coordinen en objetivos para la mejora de las tecnologías de las que se obtengan prestaciones suficientes con residuos tendentes a cero. La certeza que se nos transmite sobre la inminencia y nefastos efectos del cambio climático no debería admitir frivolidades sobre cómo afrontar este problema si es cierto que se quiere evitar el desastre que nos anuncian.
José María Sánchez Romera.

 

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