SHAKESPEARE EN GÉNOVA 13
Dentro de algunos años tendremos que convencernos a nosotros mismos de que lo vivido esta pasada semana ocurrió. El Partido Popular, la formidable máquina política y de poder que durante años ha rivalizado con el PSOE por el control de los resortes institucionales, colapsaba en pocas horas como consecuencia de una disputa interna de génesis absurda y deriva vergonzosa. Dos sencillas preguntas previas a otras consideraciones: ¿con qué convicción puede ejercer la labor de control al Gobierno el líder de la oposición en sus circunstancias? y ¿cómo se ha podido llegar a esto?
La historia es tan sencilla como que entre la dirigencia nacional del PP no se aceptaba algo tan obvio como que la rotunda victoria de Isabel Díaz Ayuso reclamaba una serie de consecuencias políticas, siendo la más elemental de todas, su derecho a presentarse a la Presidencia de la Comunidad Autónoma del Partido en Madrid. Y está bien escrito, presentarse, lo que no impide el derecho de otros a hacerlo. En la íntima convicción de que el Congreso de Madrid no ofrecería otro resultado que la aclamación de Díaz Ayuso, se decidió que la política interna debía continuar por otros medios, es decir, por la guerra interna.
Desafiando la lógica de las cosas, unas personas con sobredosis de poder, de efectos tan nocivos como las sobredosis de ideología, consideraron que llegar a determinadas responsabilidades convierte sus propios intereses en necesidades generales y para ello han recurrido al autoritarismo, quizás conscientes de su carencia de autoridad. El golpe ha mutado en autogolpe y el control de la situación ya no está en los órganos estatutarios sino en una nueva voluntad que se está formando de manera anárquica, como todo proceso revolucionario, fuera de aquellos. Pablo Casado conectó muy eficazmente con las bases del Partido Popular en el Congreso que lo llevó a la Presidencia, pero eso no es más que el recuerdo que los acontecimientos dejan en el discurrir por la historia sin ninguna incidencia en el presente. Sus posiciones políticas no han sido a menudo bien acogidas y menos aún entendidas por el votante natural del sector liberal-conservador. Aparte de otras, dos singularmente destacaron. La primera, destituir a Cayetana Álvarez de Toledo como portavoz parlamentaria, que no pasando de un vulgar ajuste interno de cuentas, constituyó adicionalmente un erróneo mensaje sobre el recto entendimiento de la moderación política. Una segunda, la batalla al inicio soterrada, ya sin tapujos, iniciada contra la Presidenta de la Comunidad de Madrid, cuya victoria había disparado al Partido en las encuestas, y que ha resultado incomprensible para una gran parte de los votantes tradicionales.
La mayoría pensó razonablemente que el pulso que con Díaz Ayuso encontraría una solución final sin derramamiento de sangre y que los duelistas no llegarían a tocarse con el acero. Sin embargo, contra un elemental sentido común y dejando al descubierto algunos síntomas de inmadurez, las revelaciones de los pasados días han sacado a la luz un combate a muerte en el que se ha hecho uso de un “arma química” prohibida por las leyes de la guerra. Un informe con datos privados, posiblemente obtenidos de forma ilegal, en el que se entremezclaban tratos de favor con dinero y comisiones, ha pretendido ser el compuesto letal con el que dar fin a la carrera política de la Presidenta madrileña. Un método inaceptable. En una entrevista que pasará a los anales de la torpeza política, un Presidente del PP claramente superado por los acontecimientos, se enredaba en una serie de confusas explicaciones en las que a la vez que acusaba a Díaz Ayuso de beneficiar a su hermano para que se lucrara, decía no tener pruebas, justificaba de manera inverosímil poseer unos documentos que solo deben obtenerse por cauces legales (¿quién asesoró a Casado?) y emplazaba a la Presidenta de la Comunidad de Madrid a demostrar su inocencia sin pensar que subvertía el principio de la carga de la prueba en un estado de derecho tantas veces defendido por el PP frente al populismo punitivo basado en la sospecha. Todo eso era por añadidura incompatible con haber llevado a Díaz Ayuso como reclamo electoral pocos días antes en los comicios de Castilla y León.
La izquierda, que seguramente conocía de la existencia de esos documentos, aparte de hacer insinuaciones parlamentarias de esos supuestos contubernios corruptos, no había materializado ninguna acción hasta entonces. Pero se encontró con que le habían servido el argumento de forma gratuita y se fue directamente a la Fiscalía imputando a la Sra. Díaz Ayuso haber violado la mitad del Código Penal, eso sí sin aportar ni un solo indicio con un mínimo de solidez en el que fundamentar la denuncia. Esparcir sospechas es muy sencillo, demostrar que se han cometido delitos es otro nivel mucho más difícil del alcanzar, pero a la izquierda le basta el ruido para poner mediáticamente en jaque al centro-derecha y lo explota sin contemplaciones. Tan poco hay en este momento que ha dicho la oposición de Madrid que van a ir nuevamente a la justicia con lo que la propia Presidenta ha admitido públicamente. La pregunta es obligada: ¿qué se denunció concretamente y con qué pruebas el viernes cuando Díaz Ayuso no había reconocido nada aún? Pues nada, un escrito lleno de vaguedades, acompañado de un antiguo sms y recortes de periódico. Sorprendentemente mucho más cautos que Pablo Casado.
A falta de conocer las definitivas consecuencias de este caos que han llevado al Partido muy cerca de necesitar que se le aplique la Ley de Regulación de la Eutanasia, no resulta menos interesante constatar la importancia que siempre tiene el factor humano. En este caso la vida imita al arte y nos ha hecho recrear la tragedia que el genio de Shakespeare ofreció al mundo con su “Otelo”. Los personajes reales de esta historia presentan asombrosas semejanzas con los literarios. Otelo (Casado), es preso de los celos alimentados por su particular Yago (García Egea) que le muestra el pañuelo (metáfora de la deslealtad unida a la corrupción) robado a Desdémona (Díaz Ayuso) y con el que su infidelidad parece probada. Otelo, engañado por su lugarteniente, mata a Desdémona y después se suicida cuando, tarde, comprueba la inocencia de su esposa. Pablo Casado debe aceptar como inevitable su trágico final.