Los suicidas que no querían morir / José María Sánchez Romera

 

Cuando hace ya cerca de medio año Pablo Casado se suicidó, involuntariamente, en directo durante el transcurso de un programa de radio en el que era entrevistado, cualquiera pudo pensar que los políticos en general escarmentarían en cabeza ajena sobre los peligros de ser imprudente ya que generalmente se desconocen las consecuencias que en última instancia pueden llegar a producirse como efecto de un movimiento poco reflexionado. El único que no entendió por qué estaba muerto era él mismo y por eso repetía aquello de “no he hecho nada malo”. Cuando Magritte pintó un cuadro en el que aparecía una pipa y debajo el texto “esto no es una pipa”, nos advertía de la diferencia entre la realidad y su representación. Quizá por eso Casado decía no haber hecho nada malo, él solo había dicho que el hermano de Díaz Ayuso había cobrado 300.000 euros en comisiones por traer material sanitario durante la pandemia. Lo cierto es que solo dijo que los había cobrado, no que eso fuera un hecho, lo que, como Magritte nos quiso demostrar, es mera representación a través del lenguaje, pero no es. Puede que por eso quedara tan desconcertado ya que él, nunca dejó de repetirlo, no había “hecho” nada malo.

Hace pocos días Mónica Oltra, que afectada política y judicialmente por una sórdida historia de abusos sexuales de quien era su marido cuando ocurrieron los hechos y que había resistido todos los embates que la golpeaban desde ambos frentes negándose a dimitir, fue a una fiesta de su partido y bailó en una tarima con otros dirigentes de su partido. Acusada de tratar de encubrir a través de la Consejería a su cargo el grave delito de su pareja, su imagen danzando despreocupadamente fue su singular manera de arrojarse al precipicio. Lo que ese comportamiento parecía reflejar, al margen de su responsabilidad política y eventualmente penal, era una absoluta falta de sensibilidad hacia los comprensibles padecimientos de la víctima de los abusos, mucho peor incluso que su obstinación por mantenerse en el cargo. De hecho, hasta ese momento, había contado con el apoyo de sus compañeros de partido y aliados de gobierno. El baile era también una representación de fingida confianza en resistir, pero se convirtió a vista de una mayoría en la materialización del desprecio que esa actitud transmitía sobre la amarga historia padecida por la víctima de los abusos hasta que su denuncia fue atendida.

De todos modos, el asunto de la Sra. Oltra de la misma forma que no acaba con su dimisión, su anunciada vuelta aun cuando sea absuelta parece muy voluntarista, tampoco empezó el día en que se iniciaron las indagaciones para investigar a su marido. Mónica Oltra como política se lo había puesto muy difícil a sí misma hace bastantes años cuando propugnó que toda acusación, fuera o no judicial, de mayor o menor trascendencia, exigía el abandono inmediato del político concernido. Así se lo exigió al Sr. Camps con un discurso en las Cortes Valencianas en las que espetó al entonces Presidente de la Comunidad que “El día que me vea como usted, imputado, vilipendiado, pillado en todas las mentiras y más, siendo el hazmerreír de toda España, apareciendo más en las viñetas de los humoristas que en las noticias… Ese día sí que me iría a casa”. De esa fiel descripción de su situación presente y casi profética, es cierto que hay dos elementos de la descripción que no coinciden. El primero son las mentiras, ya que la Sra. Oltra aún no ha declarado ni se ha pronunciado sobre el fondo del asunto, esgrimiendo como principal argumento la existencia de una conspiración en su contra. Por tanto, en este momento no puede afirmarse que haya mentido, aunque sus explicaciones puedan considerarse insuficientes o de una credibilidad cuestionable, más aún después de observar, poco se las pudo oír, a sus estólidas colaboradoras ante el Juez, incapaces de explicar las actuaciones llevadas a cabo para proteger a la menor.

El segundo elemento diferenciador es que Mónica Oltra ciertamente no es ni puede ser el hazmerreír de toda España, un asunto tan escabroso solo puede provocar la jocosidad de gente completamente desalmada que además debe atreverse a hacer pública su inmoralidad. Y es que la Sra. Oltra tenía razón, el Sr. Camps se merecía ser el hazmerreír de toda España, porque si con todo su poder como Presidente de una Comunidad como la que representaba, tan solo consiguió por vías corruptas a que le pagaran unos cuantos trajes en tienda de ropa tan elitista como Milano, quedaba ciertamente como un completo idiota, salvo que la acusación fuera falsa claro. Sin embargo, lo que no en tales términos no podía ser más que una anécdota para animar alguna anodina sesión parlamentaria, fue merecedora de 169 portadas de un solo periódico y críticas tan agresivas de la oposición, con relevante protagonismo de la ahora dimitida, que le llevaron a renunciar a su cargo por ello. Lo que no sabía la Sra. Oltra por entonces es que estaba componiendo la liturgia con la que se oficiarían sus propias exequias.

José María Sánchez Romera

 

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