Actualmente las ideologías occidentales, que han dejado de ser propiamente derecha e izquierda pues tal dicotomía no responde ya a una delimitación precisa, comparten credo monoteísta y son hijas de un dios mayor al que llamamos estado. El orden de su discurso responde básicamente a lo que acotan como elementos de definición esenciales el cambio climático, el feminismo como esencia constituyente de una revolución en las relaciones sociales (tal y como vienen concebidos ambos por el pensamiento dominante, nada predispuesto a dejar espacio para el debate) y el intervencionismo económico de raíz keynesiana, expresión presupuestaria de los dos anteriores, que, dicho sea de paso, está siendo la causa de nuestra menguante prosperidad. A ellos se ha añadido un neobelicismo, del que Vladimir Putin ha sido el ocasional partero, que la socialdemocracia institucionalizada ha alumbrado cuando ya se había augurado el fin de la historia con la desaparición de los gobiernos tiránicos y los estados sobredimensionados deberían haber ido perdiendo su razón de ser. Este salto a la remilitarización del llamado mundo libre, al menos sobre el papel, tendría que haber sido objeto de repudio por lo que antes fue la izquierda, pero como hemos dicho esa distinción ya no aporta perfiles nítidos para suministrarnos elementos identificativos a las diferentes alternativas políticas. En este sentido, solo un sector ahora muy minoritario social y políticamente sigue manteniendo posiciones pacifistas o, para entendernos mejor y decirlo con mayor propiedad, antiamericanas.
Por todo ello no es de extrañar la euforia indisimulada que la llamada Cumbre de la OTAN en Madrid ha concitado de forma mayoritaria al concluir sus trabajos. Las cada vez más desorientadas democracias del bienestar, que ha ido quedando como residuo último de su razón de ser, despreciando el propio valor de la democracia en sí, han encontrado por ese camino una manera, un tanto agónica, de reforzar su identidad. La realidad que se ha impuesto es que asistimos a la vuelta de una escalada bélica como hecho fundante y que el mundo bipolar, con mayores repartos del poder interno entre los miembros de cada bando, está de regreso. Vuelven los estados fuertes de la mano del reforzamiento de las estructuras militares, culminación por otro lado lógica de su creciente intromisión en esferas cada vez más amplias de la sociedad. Lo cierto por otro lado es que solo faltaba el motivo que justificara el paso que ahora se ha dado. Putin, todo hay que decirlo, lo ha hecho estúpidamente más fácil por más que quiera justificarse por la expansión política de la OTAN ya que los avances geográficos de esta organización militar nunca se hicieron mediante la invasión de un país y desde luego es impensable que invadiera Rusia dada la dependencia energética de muchos de sus integrantes. Por contra sí es un hecho históricamente objetivo el expansionismo ruso que el impostado pacifismo soviético no hizo sino incrementar y que bajo esa retórica se hizo creíble para una parte de la ciudadanía de la Europa democrática con el respaldo de una parte importante de la intelectualidad occidental, fascinada ante la teoría de que podían crearse sociedades perfectas. Y ello a pesar de la indiscutible complicidad de Stalin con Hitler con el que no dudó de pactar el reparto de Polonia y al que estuvo suministrando materias primas para que ocupara y devastara todo cuanto geográficamente quedaba al Oeste de Alemania, colaboración que solo se rompió cuando Hitler invadió la URSS. Y algo más allá en el tiempo, también se alimentó el mito del papel liberador del Ejército Rojo en el Este de Europa del dominio nazi, deteniendo ahí el relato de la historia y omitiendo que el resultado fue sustituir la tiranía nazi por la soviética. A Hitler lo sucedió Stalin (paradójicamente nadie ha hecho matar a más comunistas que él) en su control de la Europa Oriental y al dictador georgiano los siguientes líderes de la Unión Soviética dando lugar a una hegemonía dual en el mundo. Al rebelarse las poblaciones de detrás del telón de acero contra sus gobiernos hasta hacerlos caer y de paso contra la dominación soviética, los cimientos de aquella hegemonía colapsaron y se precipitó la caída del régimen y el desmembramiento de su inmenso territorio en un piélago de repúblicas que nunca han estado del todo a salvo del que pese a todo ha seguido siendo gran hermano ruso. Todos esos cambios han ido configurando a través de diversas circunstancias, especialmente de la dependencia europea de las fuentes de Rusia, una nueva distribución del poder en el mundo, dando rienda suelta a Putin para sus aventuras expansionistas en Ucrania cuya mera existencia ofende el sentimiento nacionalista ruso.
El mundo parece encaminarse hacia la consolidación de dos ejes más equilibrados internamente porque ni Rusia es ya lo que fue la antigua Unión Soviética y China es un actor de primer orden, tanto económica como militarmente, en ese bloque y los USA no son tampoco la potencia de los años 90, sin alternativa entonces en el planeta a lo que era un imperio total. Imposible saber a dónde nos conduce esto y lo que traiga a la existencia humana. Lo que puede suponerse es que en Occidente se acabará imponiendo gradualmente un pragmatismo que permita actuar con la misma eficacia que la indiferencia en torno a los medios para materializar sus fines exhibe actualmente el bloque oriental.
José María Sánchez Romera