El terrible paralelismo de un niño español de cinco años en pleno siglo XXI con la América sureña de la segregación racial sitúa nuestra moral social en la infamia. El problema por supuesto no es que corra peligro el español como lengua, hablada por cientos de millones de personas, ni la pervivencia del catalán, que pueden hablar y estudiar en Cataluña todos los que quieran hacerlo. Ambos idiomas no corren más riesgos de desaparecer que los que el tiempo y la evolución de la historia dictaminan sin necesidad de ningún acto deliberado para provocar su extinción. El latín, lengua franca de una de las grandes civilizaciones del mundo dejó de usarse por la inevitable causa de que todo lo que el tiempo trae, el tiempo se lleva. Simple devenir de la historia.
El problema no es la lengua, es que todo un sistema político-ideológico se ha levantado contra el derecho de un niño a estudiar en su lengua materna, la que sus padres han elegido para una parte, la que le han dejado, de su formación académica. Y esto que es una elemental cuestión de libertad, un derecho humano reconocido, que ahora se escamotea por los mismos que los invocan hasta para cruzar una calle, no quiere permitirse por una casta política que no deja de hablarnos de la libertad desde su intransigencia. De repente España se ha llenado de “foucaulteanos”, no existe el sujeto libre, existe el sistema y claro, el individuo debe quedar a merced del sistema, no hay elección, solo la estructura es real, los hombres son hormigas (Lévi-Strauss). Los que tachan el individualismo metodológico como simple egoísmo, y que por supuesto ni entienden ni saben lo que significa, utilizan la estructura política para esconder su propia ambición de poder.
Un niño y su familia están siendo acosados por representantes políticos que animan a ello y que incluso lo favorecen de manera activa, practicando el sectarismo desde una administración que debería estar al servicio de todos. Claro que como como todo extremista está destinado a encontrarse con otros más extremistas aún, el consejero de Educación autonómico ya se ha visto acusado de colaboracionista (botifler) por grupos dispuestos a llevar sus ímpetus totalitarios más lejos aún que el propio Gobierno catalán.
Resulta llamativo que la sociedad del sentimentalismo de saldo, de la sensiblería mediática más abochornante y de la proclamada solidaridad, puro manierismo equiparable al lucimiento de una prenda porque está de moda, no haya provocado ninguna reacción social más allá del inevitable enfrentamiento político ante un conflicto que debería llamar a la unanimidad sin matices. Y desde luego no deja de ser estrambótico que se acuse a los que se ponen de parte del niño y su familia de ser quienes provocan los enfrentamientos. El cinismo en el debate público debería encontrar sus límites cuando lo que se cuestionan son principios éticos elementales.
Y se echa de menos desde luego la intervención en otros casos inmediata de la “unidad de grandes ofendidos”, dispuestos a hacer mucho ruido por cualquier bagatela que roce su sensible epidermis “woke” e igualmente que quienes tienen por credo la compasión no hayan ido a Canet gritando “¡vergogna, vergogna!”. ¿No hay tampoco un solo nacionalista que sea capaz de ver la realidad: un indefenso niño de cinco años y su familia que quiere simplemente educarlo en español? Se sostiene que hay que acoger a todo el que venga de fuera, que no hay personas ilegales, que todo el mundo tiene derecho a su identidad y a conservarla, pero al niño de Canet no se le da más opción que el sometimiento o el exilio familiar. Ciertamente esto causa perplejidad, si bien poca extrañeza, acostumbrados como estamos a una sociedad en la que existen defensores de estos juegos maniqueos con altas responsabilidades. Se trata de una burda estafa intelectual por la cual se proclaman unos principios que se dicen muy a favor de los seres humanos siempre por supuesto que a la vez estos se sometan a tales principios, porque de lo contrario dejan de tener derecho a que les sean reconocidos.
José María Sánchez Romera.