Vísperas de la Historia / José María Sánchez Romera

Publica este jueves Don Manuel Aragón un interesantísimo artículo en El País que lleva por título “Reformar la Constitución, pero no destruirla”. La tesis básica del magistrado emérito del Tribunal Constitucional es que no puede admitirse en derecho a la autodeterminación en un texto constitucional ya que, desde ese momento, troceada la idea de soberanía del conjunto, la constitución no existe. Una adscripción voluntaria de las partes constituyentes no significa la posibilidad de reforma de la constitución, es una “no constitución”. Para apuntalar su argumento apela al magisterio jurídico de Kelsen: “El derecho se destruye si descansa en el axioma debes si quieres”.

Por esas cosas que la política en España tiene (padece) y la herencia intervencionista del franquismo ha dejado, que hace confundir mercantilismo con capitalismo, el Gobierno sigue siendo un referente al que cada mañana dirigir la mirada por todos, muy en especial las empresas y más precisamente las que regentan medios de comunicación. Con un ojo en los anunciantes, los negocios que penden del BOE y de la publicidad institucional, entienden que nunca está de más, aunque sea desde las antípodas ideológicas, unas frotas de fingida objetividad hacia el poder. Como viene siendo habitual en los últimos tiempos la Sra. Díaz Ayuso ha servido de liebre para que los diferentes galgos hagan méritos. Unas declaraciones políticas, más o menos descontextualizadas y que se podrán compartir o no, sobre la firma por el Rey de los indultos, ha movido una legión de opiniones de todo signo político en su contra y una centuria de juristas que con gran énfasis y el gesto grave propio de la gestualidad que exhiben los ropones en el foro, proclaman la obviedad de que el Monarca no puede negarse a sancionar con su firma los indultos. Es extraño que nadie se haya dado cuenta de lo fácil que sería en estos tiempos consolidar la Monarquía durante al menos una generación: acordar con la Presidenta de la Comunidad de Madrid un desplante a Felipe VI. Las reacciones serían por supuesto muy contrarias a las que ha provocado el desaire del Sr. Aragonés, al que se le disculpa por ser parte de “su ideario” (Montero dixit), aunque ello suponga elevar a la categoría de principio político lo que todo el mundo considera que es mala educación.

La humareda provocada por este debate a caballo entre la pólvora gruesa y la orgía jurídica formal (Miguel Boyer, 1 de marzo de 1.983, Congreso de los Diputados), esconde las partes esenciales de lo que hoy ventilamos como nación por encima de la contingencia que al término le quiera dar cada uno. Aunque actualmente la (nación) española tiene una existencia real, legalmente articulada como unidad soberana, es patente su declinante vigencia. Un ocaso que no está causado por ninguna propensión al autoritarismo ni la imposición, sino por todo lo contrario, por la paulatina renuncia a seguir siendo en todos los territorios de la geografía española. Mientras los particularismos han ido ganando predominancia en sus respectivas zonas, el repliegue del Estado, en tanto que garante de la igualdad de todos los ciudadanos, y el arrinconamiento de cuanto como españoles podemos compartir, no han dejado de acentuarse. Esta semana el Sr. Presidente de la Comunidad Andaluza ha pedido al Gobierno “su mesa”, a imitación del separatismo catalán, si bien es de suponer que para otras cuestiones. Pero prescindiendo de los objetivos y de la oportunidad del planteamiento, ¿quién de los que avalan contemporizar con el nacionalismo catalán podrá recriminárselo sin incurrir en la más flagrante incoherencia? ¿Cuánto tardarán el resto de Comunidades en hacer lo mismo? Y ¿a qué distancia estaremos cuando eso ocurra del “debes si quieres” de Kelsen? Si tal acontece, a los errores acumulados durante nuestra reciente etapa democrática, habrá de añadirse el dislate histórico que se está incubando sin aparente vía de retroceso y que tiene que ver más con una cuestión moral que con una decisión de gobierno de las que pueden resultar efectos más o menos afortunados.

Si despojados de todos los prejuicios, aventados todos los miedos y eliminados de nuestro recuerdo todos los hechos conocidos hasta ahora (mejor no pensar en los desconocidos), asumiéramos como buenas las intenciones del Gobierno hasta quedar ahogados literalmente en la ingenuidad de un recién nacido, el resultado que salga de lo que se prepara seguirá siendo inasumible. Y la explicación no será difícil de entender si respondemos con un mínimo de honradez al siguiente interrogante moral: ¿a costa de quién? Porque si pasamos de las decisiones por utilidad política a otras que comprometen los valores esenciales que impregnan una determinada idea de democracia, que hasta ahora una mayoría social y política compartían, entonces debemos ir asumiendo que vivimos un tránsito prerrevolucionario que implicará en su fase final otra forma de entender cómo se entiende la sociedad y que con total certeza no va a ser lo que ahora conocemos. Habrá que aceptarlo tanto para lo bueno, si lo hubiera, como para lo malo, no muy difícil de advertir.

Porque cuando se está dispuesto a abandonar en calidad no se sabe bien si de rehenes o parias a un grupo humano culturalmente identificado para su sometimiento a otro que por decisión política se convierte en dominante, hay que conocer y asumir las implicaciones de orden moral que ello entraña. El resultado será la imposición de la lengua, la historia, los valores políticos y sociales de un hegemón político y la forzada colectivización de unas ideas cuyo rechazo por el disidente implicará con total certeza su marginación e incluso algo más. ¿O alguien piensa que el nacionalismo ya sin cortapisas legales, abolidas en aras al buen entendimiento, los frenos políticos hace tiempo que desaparecieron, van a observar una tolerancia que en condiciones menos favorables no han practicado? Hay quien pueda pensar que hablamos de fronteras administrativas, pero la realidad es que lo decisivamente concernido son personas.

Y una vez asumido algo tan grave como lo descrito, la fuerza de los hechos y la debilidad del derecho traerán una versión catalana de los Sudetes, es decir, territorios de catalanohablantes fuera de la propia Cataluña. Naturalmente, las buenas relaciones aconsejarán aceptar un Múnich hispano. Y después, si es que no ha ocurrido previamente, las partes de ese precario todo, con el Estado aceptando de facto su autoliquidación, querrán arreglar sus asuntos particulares pidiendo a un sujeto político casi sin pulso que repare las injusticias de todo orden que cada cual haya ido componiendo. ¿Qué vemos si no, todavía a pequeña escala, cada vez que se reúne el Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud? Y así, paso a paso, hasta que un día alguien dentro de un despacho en cuya puerta exista un rótulo con las palabras “Presidente del Gobierno”, compruebe que nadie hace caso a sus decisiones. Si todo esto puede parecer hoy una desmesura, busquen la biografía de un tal Mijaíl Gorbachov.

Lo anterior será la culminación de la torpeza que supone desencadenar unos acontecimientos sin preocuparse por las consecuencias. La maldad puede a veces tener sentido, la estupidez reparte sus nocivos efectos de forma indiscriminada.

José María Sánchez Romera.

 

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