No eches garbanzos para mí en esa sopa, Anselmo, porque viendo la cantidad de chorizos que hay dentro, seguro que pica y revuelve el estómago. Ahora que tiene buena venta eso de lo natural, te interesa aparecer con la hortelana en los mítines, y vienes a pedirme que me suba contigo al escenario para que no se note mucho que tu discurso, como los estropajos, solo está lleno de aire caliente. Aunque no me importaba remendar tus viejas camisas de tergal, de ninguna manera voy a plancharte las palabras arrugadas que usas, porque a medida que has ido culebreando entre las estrecheces de la política, te has ido yendo de la huerta como se va el verano, despacito, sin ruido, pero sin dar explicaciones y sin mirar para atrás. Y mientras se te ha ido ablandando ese carácter de mojama áspera que hacía que se enderezaran las tomateras de la huerta, te has ido humedeciendo para que los del partido te amasen como al barro crudo y te den una forma nueva y distinta, y luego has consentido que te pongan un bozal en las palabras mayores que te enseñé, un corsé en las frases que escocían y una capita de azúcar glasé para disimular el color del pellejo del campo. Y ahora que lo nuestro late al ritmo de las lechuzas embalsamadas, me vienes a contar con un lenguaje de anuncio de colonia que nuestra relación no está muerta, que solo está dormida y latente y que, por favor, te acompañe de apuntadora al discurso de la plaza y que te preste mis palabras.
Te fuiste dejando enterrados tus sentimientos en manteca fría y ahora me pides que me hunda en pringue por ti. Alguien debería haberte dicho que el que mucho se ausenta, pronto deja de hacer falta. Me doy cuenta de que cuando te señalo con carbón, acabo tiznándome las manos de negro, pero tengo que decirte que desde que bailas al son del himno del partido, el espíritu indomable y cerrado con el que siempre tuve que bregar, se te ha abierto como puerta de burdel. Pero por mucho que se te haya desabrochado el carácter montuno y por mucho que andes enseñando intimidades arrendadas y ensayadas para cada ocasión, debes saber que las mías son cosa de alcoba y no están a la venta en los baratillos de la política.
Yo pensaba que teníamos claro que el sino de una pareja de hortelanos era pudrirse en el campo, ser biodegradables, que nuestra seña de identidad era irnos sin dejar restos para que los que vengan detrás tengan la sensación de estar quitándole el precinto a un mundo flamante y por estrenar. Pero desde que te metiste en la botella de la política, te ha dado por ir alicatando y manchando el mundo con anuncios y con carteles con letras doradas, dejando marcas de los cohetes que eres capaz de estrumpir con la pólvora de otros. Y luego me pides que te siga, que te acompañe, pero si es que dais tantas vueltas, cambiáis tanto de parecer y de dirección, que parece que para acordaros de dónde venís, tenéis que marcarlo clavando placas por todas las paredes para saber por dónde habéis pasado. Imagina que el resto del mundo hiciera lo mismo que vosotros, que nos encontráramos a los olivos con leyendas que dijeran que crecieron por el esfuerzo continuo y callado de Andrés y su burra, que hubiera carteles que explicaran que las sandías del cortinal salieron dulces porque la Nicolasa las cavó cada semana y no le echó ni una gota de agua, o que grabáramos en las tapias que gracias a que Luis el barbero nunca se echó a la siesta, la parcela que antes era un pedregal, ahora tiene un chozo con chimenea.
Tú sabes que en la huerta las frases son cortas y macizas, se dice que somos gente de palabra porque las que usamos son grandes y redondas, por eso cuando te escucho por la radio con ese discurso lleno de agujeros y como si te hubieras comido un esportón de desparpajos, me parece que te falta poco para acabar siendo lo que los demás creen que eres. Mira Anselmo, igual que los cerillos que se refriegan por la lija nunca vuelven a la caja, las decisiones que tomamos no nos dejan volver al punto de partida porque la mayoría solo abren para adentro. Y si alguna vez intentas regresar a la huerta, recuerda que todas las alcayatas que pinchamos, aunque las saquemos pronto, dejan siempre un agujero en el muro.
Te dije muchas veces que los engranajes del amor de huerta funcionan con pocas piezas, pero que todas son vitales. Si se pierde alguna, se descontrola y queda en el centro una pitera como en los rompecabezas chicos. Por eso cuando te veo hablando de cosas que no sabes, dando lo que no tienes y diciendo lo que no sientes, se me apagan todos los mecanismos del aprecio y solo puedo verte como un pepino metido en una botella de cristal.
Me cuentas que sigues siendo el mismo, pero yo no te creo. Déjame que te diga que a mí, los políticos de pulpa floja, esos que se ajustan a lo que dicta el partido, me recuerdan a los pepinos de las botellas, porque los dos viven en una burbuja, y aunque unos crezcan sin miedo al picoteo de las gallinas y los otros se maceren en privilegios, ninguno de los dos se da cuenta de que se han hecho demasiado gordos para salir por donde entraron hasta que se chocan con las paredes interiores.
Yo no sé mucho de esto, pero me huele que los que se alimentan con ideas masticadas por otros y se ciñen con cinturones prestados, lo mismo que a los pepinos de las botellas, se les acabará desfigurando la anatomía para amoldarse al espacio que les dejen ocupar. Aunque parezcan recios y hechos de una pieza, se curvarán y se redondearán como pelotas si la botella es redonda; y si es alargada, se estirarán como plastilina hasta que se acaben acomodando a la vasija como si les hubieran arrancado el bastidor del esqueleto.
Estas cosas, Anselmo, nunca acaban bien y tú lo sabes, porque cuando los sólidos que no tienen entidad ni retén se deshuesan y se chorrean como el aceite caliente, acaban calcando la forma del recipiente que los contiene. Y cuando se acomodan y se asientan en sus ventajas interiores, para separarlos, no hay más remedio que destrozar la botella o machacar al pepino.
Pero lo que más me duele es que tanto los pepinos como los políticos de botella, en cuanto engordan, se olvidan de que tuvieron sus raíces clavadas en el estiércol. Hinchados y blanquinosos parece que no vinieran de la huerta, ni del pueblo, sino de otro mundo donde las sonrisas que más brillan se blanquean con el dinero más negro. Puedo soportar que todos los pepinos de botella acaben sabiendo al licor del relleno, pero no puedo aguantar que se proclamen sanadores de todos los males y que se eleven a la categoría de medicamento de alacena, eso sí, curando generosamente solo con aguardiente prestado.
Lo que sí me gustaría que supieras, Anselmo, es que no puedo subir a ningún escenario contigo, voy a preferir siempre a los pepinos de la calle, porque, aunque hay mucha morralla, por lo menos no tienen que ponerse firmes para pasar por ningún embudo, sino que se retuercen, se pican, a veces amargan y muchas veces, por una causa noble, se sacrifican por otros dejándose hacer picadillo
Joaquín Ortiz Ortiz