2020: El año de Orwell / José María Sánchez Romera.

 

Sostenía Karl Popper que la verdadera ignorancia no es la ausencia de conocimientos, sino el hecho de negarse a adquirirlos. No obstante hay otra suerte de ignorancia (deliberada) mucho peor que la autocomplacencia de algunos en su incultura y es la que tiene que ver con quienes de forma plenamente consciente manipulan los hechos sometiéndolos a groseros retorcimientos o de forma más directa a negarlos. En la mítica novela de Orwell, “1984”, se describen con una crudeza que pudiera parecer pura exageración literaria, no es así como veremos, los manejos del lenguaje que un poder despótico utiliza con la sociedad de un declinante siglo XX imaginario. Por encima de la conocida subversión del lenguaje mediante el cual la guerra es la paz, la miseria la abundancia, la mentira la verdad y la represión el amor, destaca la descripción de lo que el autor llama el “doblepensar”, expresión última y extrema del totalitarismo, concebido como el poder y la facultad de sostener dos opiniones contradictorias simultáneamente, dos creencias mutuamente excluyentes albergadas a la vez en la mente, el empleo del engaño consciente, conservando a la vez la firmeza de propósito que caracteriza a la auténtica honradez.

De la supuestamente imposible alianza de quienes creen en lo universal con quienes defienden los más particular, de los jacobinos con los “vendeanos”, del centralismo “democrático” con los “demócratas” de campanario, ha nacido en España un conglomerado de fuerzas políticas a las que sólo parece animar un sentimiento de rechazo a la institucionalidad actual. El problema es si saben lo que quieren construir a partir de los escombros del edificio que tratan de derribar, porque ante la ausencia de alguna idea que se perfile como identificable en el proyecto que compacta dicha alianza, sólo puede concebirse una mera asociación para el poder con el fin de ir eliminando de manera paulatina las enojosas cortapisas de la democracia deliberativa y los procedimientos intrínsecos al sistema parlamentario. Al parecer estos últimos serían, a lo sumo, sustituidos por instituciones cuya representatividad estaría previamente determinada por un ejecutivo sin control del legislativo convertido a su vez en órgano de algarabía política del poder. Anacrónicos nacionalistas junto a renovados intervencionistas que aún conservan el polvo de un muro en ruinas, nos prometen una nueva era. Huelga advertir que nueva y buena no es necesariamente lo mismo.

Es asombroso comprobar cómo sin necesidad de llegar a vivir en una atmósfera de poder tan siniestra como la imaginada por Orwell, en las, de momento, sociedades abiertas se empieza a coexistir con la mixtificación de la realidad como forma recurrente de comunicación del poder con los ciudadanos. En definitiva los peores presagios de Orwell se van apareciendo ante nosotros como un enorme desplegable lleno de imágenes reconocibles en la actualidad. De paso parece interesante destacar que la refutación teórica del historicismo tiene que admitir su primera falsación a través de una profecía literaria que se va haciendo historia y que ha logrado el único éxito de esa doctrina epistemológica.

Conforme a lo anteriormente expuesto, recientemente hemos oído o leído, no es necesario exagerar el asombro, que Madrid va contra la unidad de España y el separatismo la asienta. Que quienes no aceptan los trágalas gubernamentales atentan contra la Constitución, pero no aquellos que explícitamente la cuestionan cada día con ese burdo trampantojo de citar sólo los preceptos constitucionales que interesan y después interpretarlos de la forma más arbitraria. Que quienes discriminan a las personas en función de la lengua que utilizan para comunicarse defienden una causa justa. Que asesinato y robo son éticamente equiparables. Es así también como nos encontramos que inaugurar hospitales públicos va contra el interés común y contra la defensa de la sanidad pública; que quien defiende la solidaridad entre regiones alienta su dispersión o que quienes defienden la autodeterminación contribuyen a cimentar la estabilidad del conjunto nacional. Igualmente, que un celoso defensor de su esfera de decisiones hasta el punto de causar la ruptura, asalte la de los demás pidiendo que se intervenga la capacidad de resolver sus propios intereses, los mismos que el celoso defensor considera para sí intocables. De parecida forma se nos ha “argumentado” que pagar menos impuestos es peor para quienes están obligados a hacerlo o que según quien tenga que pagarlos puede ser tildado de egoísta o todo lo contrario, siempre por supuesto a la oportuna conveniencia del “doblepensante”. El dicho tan manido de la realidad superada por la ficción difícilmente encontrará mejores referencias.

Es cierto que la tradición retórica de la democracia parlamentaria admite ciertos grados de dramatismo o deformación de los hechos que en un sistema partidista resultan casi obligados, pero la manipulación política precisa también cierto grado de decoro formal incompatible con una zafia deformación de la verdad. Y es en ese punto de respeto a lo esencial de la verdad donde la coherencia que exige valorar un mismo hecho con un único criterio moral sea quien sea el autor de aquél, debe ser premisa innegociable para no convertir el mandato que confiere el sufragio en un fraude. Esa coherencia es lo que hace que las opiniones sean moralmente válidas. El problema está en lo que el poder tiene de inmoral y que quien adora el estado como expresión del poder pueda utilizar la razón de estado como razón inmoral para mantenerse en el poder.

José María Sánchez Romera.

 

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